Felizmente establecidos en Egilsstaðir, tras el accidentado paso del �xi, nos lanzamos a atravesar la montaña que nos separaba de los fiordos del Este.

Como os considero a todos gente culta y de sobrados conocimientos no es mi intención aburriros explicándoos lo que es un fiordo, pero dado que yo no tenía ni idea y para los que faltaron a clase de «Natus» de ese día simplemente es un valle formado tras el derretimiento de un glaciar en contacto con el mar. Es decir donde antes había un glaciar ahora entra el mar. Están por lo tanto inundados de agua salada.

Tras esta lección de garrafón, nos adentramos en la montaña para intentar llegar a Seyðisfjörður, un pequeño pueblo pesquero escondido entre los 16 kilómetro del fiordo de mismo nombre.

Precioso pueblecito, cuyo acceso entre las montañas resulta de lo más pintoresco, siguiendo el cauce del río Fjarðará…

… y con él 25 cascadas entre las que destaca Gufufoss, semicongelada en un saliente y escondida en un recodo de la carretera.

Seyðisfjörður se formó en 1848 y mantiene muchos de los edificios de madera construidos originalmente por los colonos noruegos, que se desplazaron a esta zona por sus características pesqueras. La planta de procesado de pescado se cerró en 2003 con lo que la mayor parte de la población vive del turismo y se ha convertido además en un lugar de encuentro para artistas y músicos, con un festival internacional de artes que lo mantiene ocupado durante los meses de Junio a Agosto.


Avanzamos por la cara sur del fiordo, intentando llegar a un punto donde pudieramos apreciar en todo su esplendor las maravillas naturales y flipar un poco. De nuevo tras un día de inclemencias y sin poder ver el sol, el cielo se abrió para recompensar nuestros esfuerzos y regalarnos un atardecer de los suyos, eterno entre el paisaje desolador que nos llevaba a Skálanes, uno de los punto más orientales de la zona.




Fue completamente imposible llegar a Skálanes, nuestra poca pericia al volante, unido a un terreno embarrado y a una cantidad creciente de nieve nos volvió a obligar hacer uso del comodín de la cobardía y retirada. 🙂




Todavía con la boca abierta retomamos el camino de vuelta que nos devolvería a Egilsstaðir. Entre la resistencia del sol a ocultarse y la subida continuada dirección poniente, alargamos los instantes un poco más y al llegar a la cima, le dijimos definitivamente adiós rodeados de nieve en uno de los momentos más preciosos y polares de todo el viaje.