Nos las prometíamos muy felices, nosotros, salchichas de ciudad, ante la idea de subir el Ben Nevis, el más alto monte de toda Reino Unido con 1344 metros. La información de que disponíamos no auguraba que fuera a ser fácil. Se calculaban unas 8 horas entre subida y bajada. «Bah!, esto lo ponen para los pancetas, que esto es un guía turística y no una de montañeros altos, fuertes y esbeltos como nosotros».

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El tiempo puso a cada uno en su lugar y a nosotros más cerca del grupo de los pancetas que de los altos, fuertes y esbeltos, pero comencemos con el principio, porque hay ciertas cosas que merecen ser contadas antes de comenzar. El Ben Nevis siendo el monte más alto en una zona llena de montañas, tiene una de las vistas más impresionantes de Escocia, pero generalmente y al igual que con los Cairngorms la niebla puede hacer furor. Se considera que a lo largo del año puede haber unos 15 días en los que el pico y alrededores estén limpitos de nubes. Debimos haberlo tenido en cuenta cuando el día anterior que llegamos a sus pies, resultó claro y soleado. Aún así enardecidos por el conserje del hostal donde nos hospedábamos y que nos aseguró que nuestro día D sería apropiado nos lanzamos a la aventura.

Poco tardamos en darnos cuenta de que deberíamos habernos quedado con algún cabello del mismo para hacerle un muñeco vudú. Las nubes comenzaban a poco encima de nuestras cabezas y el día no auguraba nada bueno.

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Dado que la subida (por el recorrido fácil, of course) esta divida en dos partes principales decidimos aunque fuera por orgullo llegar hasta la primera de ellas, el Loch Meall. Aunque la verdad es que pronto dejamos de acordarnos del orgullo y dimos paso a la frustración, no solo nos encontrábamos en una nube calados hasta los huesos de la humedad y del sudor, sino que estábamos siendo pasto de los mosquitos, que lejos de alejarse de nosotros se quedaban pegados en nuestros gruesa capa de repelente repartida por todo lo visible del cuerpo (cabellera incluida).

Conocimos en aquel momento al catalizador de la jornada. Un individuo nos indicaba que la cima, la cumbre estaba despejada. Pardiez. Que alegría!. ¿Nos habríamos dejado llevar por el desánimo demasiado pronto? ¿Sucumbiríamos al Ben Nevis, o le doblegaríamos a nuestra voluntad? Alcanzamos el lago y efectivamente el terreno estaba despejado. Al menos durante 30 segundos, porque eso parecía una autopista de nubes. Se movían a toda velocidad y lo mismo veías a kilómetros a la redonda que pasabas a depender de tu sónar interno.

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Aún así, un grupo de valientes decidió seguir subiendo y el resto aturdidos por la cantidad de veneno de mosquito en la sangre los siguieron. La separación entre valientes y aturdidos la dejaré a vuestra elección. Retomamos la segunda parte de la subida, que en nuestra santa sabiduría pensamos que sería pan comido y nos encontramos el primer regalo de la jornada. La ascensión nos llevó a pasar por encima de las nubes y ver los picos romperlas surgiendo de la nada. Impresionante. Satisfacción y regocijo. Las piernas se recargan con el buen ánimo.

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Pero llegados a este punto, la cosa se complicaba, el camino que no había sido precisamente de rositas hasta entonces comenzaba a zigzagear en un intento por disimular las empinadas cuestas que poco a poco iban minando nuestro humor hobbit. Las paradas se sucedían cada vez más pronto.

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El grupo se disgregaba, aquí que cada se salve como pueda, cada uno a su ritmo y el que muera le recogeremos a la bajada. Si ya lo decíamos que uno se va descuidado y luego ponerse a hacer el Superman sin entrenar no es bueno. Ver a niños bajando tan campantes de la cima nos avergonzaba más que herir nuestro ya carente orgullo. Para colmo de males las nubes nos adelantaron en la subida haciéndolo todavía más tétrico. Sam. ¿Donde estas Sam?

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Se cumplían los peores augurios, llegábamos a la cima, no sin poco sufrimiento y alguna pájara, para ver… nada. Una masa grisácea de niebla se extendía ante nosotros. Pero no se puede tener todo. Habíamos llegado!!! (y en el tiempo recomendado para pancetas!!! yuhu!!!).

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Abrigos, comida, algo de reposo y a coger fuerzas. En algún momento habría que empezar a bajar y por experiencia sé que las bajadas suelen ser bastante más demoledoras para las piernas y las rodillas que las subidas.

En efecto, allí se quedó algún trozo de rótula entre tanta roca. Debo reseñar además que el grupo de los «listos» decidimos coger un «atajo» que bajaba la montaña casi en línea recta, atravesando curvas de nivel como si no hubiera un mañana. Date, por aquí nos lo hacemos en un pispas!. De nuevo, otro error.

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No tardamos en bautizar al pseudocamino como el rompepiernas y en lo que nos esforzábamos por no despeñarnos, esquivar las piedras que rodaban por los que nos seguían y avisar de las piedras que rodaban contra los que iban por delante, el grupo que no había tomado el atajo, ya se encontraba a yardas de distancia, sentados, relajados y disfrutando de una más apacible bajada.

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En algún momento indeterminado alcanzamos el lago, nos tumbamos a morir allí y rascamos las últimas fuerzas de nuestros oxidados corpachos terminamos lo que habíamos comenzado.

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Cierto es que parecíamos salidos de un campo de batalla, y que los gemelos habrían de doler hasta unos días después de volver de Escocia, pero en cambio teníamos la satisfacción de a pesar de nuestros cuerpos de escándalo y de ser carne de oficina, haberlo hecho.

Ay. Uy. Dolor. Cansancio. Mucho cansancio. ZZZzzzzZZZZZzzzzz….

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