En un desesperado intento por cerrar (y disfrutar haciéndolo) los días en que recorrimos Escocia, ha llegado el momento de la última Etapa. Vuelta al punto de origen. El círculo completo. Pero ahora, a diferencia de los microsegundos que tuvimos en su primer contacto, antes de lanzarnos a por la furgoneta y recorrer las terribles carreteras de ovejas y de un único sentido por Escocia, ahora teníamos Edimburgo para nosotros.

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La encantadora Edimburgo, que mantiene ese aire medieval en el intrincado laberinto de piedra que se cruza a diferente niveles y tacto a piedra añeja de la Old Town y la correcta rectitud nacida de la escuadra y el cartabón de los arquitectos en la New Town. Es precisamente en la cima de la escarpada roca, de origen volcánico, donde se asienta uno de los castillos más impresionantes de toda Escocia. El Castillo de Edimburgo.

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Desde tiempos prehistórios, el peñasco ha sido un centro estratégico militar, que ya vió pasar a los romanos por su cima. Las afiladas paredes, que protegen sus lados hacen que sólo se tenga acceso desde uno de sus lados a través de una pronunciada pendiente donde actualmente acaba (o finaliza, según se mire) la Royal Mile. Su posesión, como cabe imaginarse, ha sido motivo de cruentas y sangrientas batallas y traiciones.

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Su interior alberga una pequeña ciudad. Una pequeña batería en forma de media luna, con una entrada flanquedad por William Wallace y Robert the Bruce, recibe a los visitantes, para ir descubriendo la irregular forma y disposición de la ciudadela, destacando especialmente la plaza de la Corona, lugar de encuentro de el palacio Real, la sala de la Corona, el Gran Comedor, el Edificio de la Reina Anne y el monumento nacional conmemorativo de la Guerra. A estos se añaden, la Capilla de St Margarita, el Museo Nacional de la Guerra, la fortaleza de la Guarnición, las cárceles de guerra… Demasiado para ir con prisas! 🙂

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Pequeños detalles que llaman la atención (además del cementerio para perros). El Mons Meg, un descomunal cañón de 22″ de calibre y 6 toneladas, por el que se introducían bolas de 180 kg de peso que llegaban a más de 3 km!! Una técnica ideal para mantener a los barcos enemigos lejos de la costa. Claro, que cada disparo generaba tanto calor que el cañón no se podía disparar más de 8 o 10 veces al día, lo que unido a su peso lo hacía más bastante poco manejable.

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Hablado de cañonazos, otro cañón, el One O’Clock Gun, se encarga de avisar de la una en punto para que todo el mundo ponga su reloj en hora. En principio se usaba una señal visual (una bola cayendo de lo alto de una torre) para coordinar los crónometros de los barcos que navegaban por la zona, aunque estando en un lugar como Escocia, donde la niebla es un habitante más se optó por un «efecto sonoro». La diferencia entre el mundo visual y el sonoro es que el sonido se desplaza bastante más lento, así que se tuvieron que desarrollar unos mapas según la distancia para ajustar el retardo. 🙂

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Para los amantes de la historia es una cita obligatoria, que bien merece (si las hubiera) unas cuantas horas o incluso algún día completo a deleitarse con las colecciones que alberga o a descubrir sus entresijos históricos.

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Y tras ello, a conquistar Edimburgo. Que se note el tiempo que llevamos curtiéndonos a base de single malt Whisky, de comer haggies y sentir cada valle de las Highlands!

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