El barco que llevaba a Miyajima, atravesaba la fina capa de bruma que difuminaba sus contornos. Según avanzaba la isla se iba definiendo, volvíase nítido el monte Misen San, mientras su famoso Torii de color rojo semiahogado entre la marea daba la bienvenida.

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Dicen las guías que es uno de los tres lugares más pintorescos de Japón, y fue el único de los tres que pude visitar. Mereció la pena. La isla Santa guardaba unas cuantas imágenes que se grabaron para siempre (espero) en mi memoria. Su templo principal, Itsukushima, de maderas rojas, parece flotar cuando sube la marea esta alta. Cuando baja, se puede llegar a su puerta principal a pie atravesando el terreno barroso de arenas blancas dejado al descubierto por la retirada de las aguas.

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Es un verdadero goce. El color rojo reflejado, mezclado con el azul del agua y del cielo es realmente espectacular. No en vano, es una reliquia nacional y patrimonio de la Unesco (otra más en Japón). Construido en 593 directamente sobre el mar, este Santuario recuerda un tiempo en que no era posible pisar la isla y se adoraba desde la distancia. Ahora con el paso de los siglos se mantiene intacto rodeado de salitre.

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Comí muy cerquita del templo en un pequeño restaurante sentado junto a la plancha sobre la que me cocinaron un Okonomiyaki, una especialidad de la zona que se podría definir como una tortilla de todo, pasado por la plancha. Ya sabéis que yo soy de estómago poco temerario y de buen comer, pero es que estaba riquísimo 🙂 Y además eso de verles cocinar delante de tí es un plus, claro. 🙂

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Lo justo para coger un poco de fuerzas y comenzar la subida a los 503 metros del Misen San, vía teleférico claro, que había que hacer la digestión como era debido. Jejeje! 🙂

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Tras casi media hora de viaje, conseguí llegar a la cima justo para mi momento favorito del día, cuando el sol se acuesta tras las montañas en una cuna de pinos. Que maravilla.

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Parece ser que la zona está llena de monos y ahí que andarse con cuidado para que no te birlen las posesiones o te metan un bocado, pero yo que andaba con toda la ilusión de verlos, me quedé con las ganas, a pesar de haber tenido que correr y rodar colina abajo para huir de ellos. Me hacía ilusión, fíjese usted. Lo que sí me pilló fue la entrada de la noche mientras todavía estaba a media colina, por caminos añejos, escalonados en las piedras y rotos por miles de raices y ramas que no hizo sino dar un toque tétrico a la jornada y que me impulsó a acelerar el paso para llegar a los pies del mar con los últimos tonos semiapagados del cielo.

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Lo justo para salir corriendo a coger el ferry de vuelta y ver la isla sumirse entre las sombras en la lejanía. Quizás uno de los sitios más fantásticos de los que tuve el lujo de visitar en Japón.

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