Llegamos a la portuaria ciudad de Aberystwyth con la caida de los últimos rayos de sol. Ya pasarán por aquí algunas otras ciudades de nombres impronunciables, donde no existen las vocales a lo largo de la palabra. De momento dejare a los amigos de Carlos Sobera que intenten adivinar su fonética. Un gallifante está en juego. 🙂

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Allí, donde se juntan los ríos Ystwyth y Rheihold, en mitad de la bahía de Cardigan, y completamente enfrentado al Oeste, mirando directamente a donde se oculta el Sol, esta ciudad de casi 20 mil habitanes se nutre principalmente de estudiantes. Tanto que se la concoce omo la Oxbridge (en referencia a Oxford y Cambridge) de Gales.

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No tuvimos demasiado tiempo en turistear, porque primero, a las horas que llegabamos ya era imposible y segundo porque cada segundo que emplearamos por las calles era un segundo menos que perdíamos de delitarnos con el atardecer que se perdía en el mar de Irlanda. Y en mitad de la bahía un muelle victoriano, ya decrépito, por el salitre y el continuo romper de las olas, aguantaba otro día más mientras las bandadas de estorninos creaban y descreaban figuras en el aire. Nubes de pájaros.

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Un atardecer igual de delicioso que frío, como si doliera ver tanta belleza. Los dedos se iban congelando, las orejas se iban cayendo, la nariz se insensibilizaba y poco a poco, los miembros del viaje iban decidiendo que el mejor lugar para verlo era dentro del coche, mientras un intrépido fotógrafo ajeno a la bajada de las temperaturas intentaba capturar los últimos instantes del sol antes de morir.

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Y tras esto, y mientras el remanente de luz se apaga, no quedaba otra que entrar en el calor del coche, con la sonrisa que habría de durar aún un tiempo, mientras te reafirmas en la idea de que este mundo guarda cuando menos te lo esperas, sorpresas maravillosas.

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