(Donde intento resumir de manera breve sin lograrlo, todo lo acontecido en los últimos días hasta un tal 14 de Marzo de 2010)

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– ¿Qué sucedió, Gandalf?
– …Me retrasé.

No me lo podía creer. No podía estar pasando. Colgando del cinturón de seguridad sólo se pude escuchar el sonido que indicaba la rotura de los cristales y después, consciente del choque, el ligero y continuado siseo de una rueda reventada desinflándose. Salí en vertical por la puerta de la furgoneta, temblando y observé la extraña postura en que se había quedado. Casi volcada sobre su lado izquierda, detenida por una valla pastoral que había evitado que diera unas cuantas vueltas de campana y cuyas maderas atravesaban las ventanas y la sujetaban. Consciente, sin ningún rasguño y viéndola destrozada y sin saber que hacer el mundo se me vino abajo. Nueva Zelanda se alejaba aún más de casa.

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Desde el principio había ido encadenado una serie de decisiones erróneas. Partí de Auckland a media día, tras papeleos varios que me hacían tener toda la documentación en orden y un nuevo soporte para el colchón, más sólido y con suficiente espacio para colocar mochila, comida y unas cuantas cajas de material bajo ella.

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El plan era llegar a Cape Reinga, en el lejano Norte de Nueva Zelanda. Lugar sagrado para los maoríes que debería dar el pistoletazo de salida a la bajada por la isla Norte e Isla Sur. El comienzo. Subestimé la distancia y las carreteras y prontó me dí cuenta de que iba a ser imposible llegar en mi tiempo estimado. Muchas curvas. Mucha colina. Mucha montaña y poca velocidad de crucero.

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No hay problema, grumetillos. Llegaremos donde lleguemos, que para eso llevamos la casa a cuestas. Mi idea original era atravesar la infinita playa de los 90 kilómetros con la furgoneta al atardecer. Pero cuando quise llegar a ella ya se habían puesto los rayos del sol y apenas quedaba una breve claridad en el horizonte. No llegaría con luz, pero la imagen era realmente preciosa.

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¿Que hacer? ¿Seguir? ¿No seguir? ¿Buscar otro recorrido? ¿O cruzar los 90 kilómetros de noche? No debería ser demasiado problemático. Una línea recta con el mar a un lado y colinas a otro. Era imposible perderse. ¿Sería peligroso? Lo dudaba. Había visto publicidad de incluso autobuses turísticos paseando por la zona. Esto está chupao, señor Frodo. Hacia el infinito y más allá.

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Llegó la noche y con ella cientos, miles, millones de estrellas. Todo el cielo cubierto. Espectacular. No recuerdo haber visto nada similar en mi vida. Habíamos llegado al punto en que si añadiesemos más, tendría que empezar a contar puntos negros en lugar de blancos. Tantas, tantísimas y apareciendo desde todas partes hasta en el horizonte que parecía que estuviera conduciendo hacia ellas.

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A pesar de ir casi con la cabeza por fuera de la ventanilla no daba a basto. Me permití parar un momento y salir a disfrutar del espectáculo. Incluso se podría disfrutar de la vía láctea. Allí, al arrullo de las olas del mar la boca se me desencajaba mirando al cielo bajo. Ara. Lepus. Compás. Sagitario. Centauro. Imposibles de ver desde el Hemisferio Norte.

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Borracho de estrellas volví a ponerme en marcha. O a intentarlo sin éxito. La furgoneta, una vez parada y más alejada de las aguas de lo que yo pensaba se había quedado atrapada en una duna. Nos hemos lucido, Sam. Sólo era una rueda, así que nada que mis mañas no pudieran solucionar. O eso pensaba yo. A cavar se ha dicho. Cavar, preparar rampa de salida, colocar piedras (que me llevó un rato de recoleción) y similares y vamos. Run Run. Ruuuuuuuuun. Nada. Tal y como me temía, si no salía se hundiría aún más. Más cavar. Más intentar rampa de salida. Pffff. Pues va a ser que no.

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Después de una hora, ya perdida toda esperanza y cuando ya había decidido que ese sería un gran sitio para pasar la noche a la espera de que alguien pasar al día siguiente, apareció una luz en el horizonte. �¡¡Hey Bro!!� Un pequeño cuatro por cuatro con un amable kiwi que se estuvo riendo un rato de mí, me remolcó fuera de las arenas, me deseó buenas noches y asegurándome que mi destino final sería imposible para esa noche, me recomendó un sitio para pasar la noche a escasos kilómetros.

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Para allá que fui, para allá que me metí y para allá… que me volví a quedar atrapado en la arena. Repetir los pasos explicados en dos párrafos anteriores hasta que agotado y extenuado me tiré en la cama rezumando arena y me dije que mañana sería otro día y ya veríamos que hacer.

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Ciertamente había acabado cerca de la zona recomendada, y cuando amanecí, pude acercarme a pedir de nuevo ayuda a un grupo de pescadores que habían hecho noche por allí. Más risas a mi costa (y con razón). �Bro!, la clave para conducir en arena es… No parar nunca!!� gritaba mientras la pasaba a toda velocidad por las pequeñas dunas. Ya me temía que sería algo así, pero mis nefastas nociones de aprendiz de Carlos Sainz me habían hecho conducir con cuidado. Craso error.

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Atravesé los kilómetros que faltaban de costa, pase pequeños ríos, bordeé dunas, mientras pensaba en que eso estaba siendo mucho más difícil de lo que pensaba. ¿Cómo podía ser que un recorrido turístico requiriera semejante habilidad? No estaba en esos momentos para discutirlo ni para razonarlo. No parar. No parar. No parar. Hasta que salí a tierra firme. Prueba superada. Respiré aliviado ¡La leche!

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Me remití a la guía de nuevo, por curiosidad. Bla bla bla… cosas por hacer… bla bla bla… Ninety Mile Beach… Bla bla bla… Pues aquí no pone nada. A ver. A ver este párrafo que no había leído. �Las agencias de alquiler de coches no permiten que se conduzca por esta playa… sólo debería hacerse con 4×4… hay que mirar cuando suceden las mareas para no quedarte atrapado irremediablemente… bla bla bla�. Tragué saliva. Glup. Glup. Me la había jugado sin saberlo, inconscientemente, y lo que es peor, sin ninguna necesidad. Bueno, ya, pero ahora podría presumir de que mi furgo, el canario milenario podía con todo. ¡Saltamos al hiperespacio!

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Comencé los últimos kilómetros hasta Cape Reinga, un tranquilo paraje entre colinas con la carretera serpenteante. Paradas para hacer fotos, un día magnífico y… CRASH.

La furgoneta se salió de la carretera antes de que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Todo sucedió tan rápido que aún a día de hoy sigo sin saber el cómo. Probablemente conducía más hacia la izquierda de lo que debiera (un error bastante común para los que hemos aprendido a conducir por la derecha), probablemente me entretuve un instante más de lo que debiera mirando el paisaje, probablemente arrastraba cansancio de la noche anterior. No lo sé. Se había borrado de mi memoria que a día de hoy sigue reviviendo sólo el momento en que ya fue demasiado tarde.

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Era incapaz de actuar. Era incapaz de tomar decisiones. Era incapaz de nada. Sólo me sentía tremendamente cansado. Muy cansado. Esto debía haber sido una pesadilla. Tendría que despertar en algún momento. Pero no, la furgoneta seguía volcada, reventada y yo seguía más sólo y perdido que nunca. ¿Y ahora? ¿Ahora que iba a hacer?

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Cuando el primer coche se detuvo apenas podía articular palabra. �Estoy bien. No hay nadie herido�. No era consciente de mi relativa buena fortuna. No tenía ni un arañazo. Ni una contusión. Nada. Comenzaron a llegar más coches. A pararse. A preguntar. A llamar a la grúa. Todo sucedía a mi alrededor demasiado rápido para mí. No podía asimilar nada. El mundo me quedaba demasiado grande y yo encogía y encogía, deseando desaparecer.

Sólo quería que alguien tomara las riendas, que alguien me dijera que hacer, dejarme llevar. Y ahí, cuando más he necesitado tener a alguien a mi lado, aunque fuera tan sólo una voz amiga que me mintiera con un �no pasa nada, todo va a salir bien� estaba en una de tantas y tantas zonas sin un ápice de cobertura. Infinita soledad.

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Robert me extendió la mano saludando tras las gafas de sol y sombrero de cowboy. Vaqueros que se movían al ritmo de un andar pausado inclinándose de lado a lado, a lo John Wayne, camiseta de tirantes que mostraba su piel oscura revelando ascendencia maorí y un bigote alargado que caía por ambos lados de la mejillas. Le acompañaba Raymond, su hijo, delgado, de grandes ojos abiertos, espejo del padre. Si uno sonreía el otro sonreía al segundo. Si uno fruncía el ceño y arrugaba el morro, el otro le acompañaba en un perfecto mimetismo. Ciertamente, era de lo más perturbador.

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Engancharon la furgoneta a la grúa, la remolcaron y partimos al taller. Habría que ver si se podía hacer algo. Y yo sólo podía pensar en dinero, en si llegaría, en si no, en si abortaba, si me rendía. Si me hubieran ofrecido volver a casa en ese momento habría contestado sin dudarlo que sí. Tan baja estaba mi moral. Y no habría de recuperarse en las próximas horas.

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El starter había ardido y no quedaba más remedio que cambiarlo. En aquel taller sacado del salvaje Oeste, con miles de estantería cargadas de herramientas, descolocado, desordedenado, con coches abiertos, motores, centenares de piezas, olor a grasa, rodeado por un cementerio de coches semi despedazados, Raymond comenzó a reconstruir el starter. Pieza por aquí, pieza por allá. Tornillo por aquí, solenoide por acá. Y el nuevo starter tal y como cabría esperar, no funcionó. Pasaban las horas y no había manera de conseguir que funcionara. Debería, pero no, toda la familia se arremolinaba alrededor de la furgoneta, opinando, mientras yo me concentraba al máximo para poder entender algo de ese inglés cerrado, sin pausas y sin vocalizar que hablaban entre ellos. �Hey, Spaniard! ireckondasawokfortumorow�, concluyeron al fin. Nada que hacer por hoy, mañana más y con un poco de suerte mejor. Y Allí pasé la noche, en ese taller, durmiendo sólo en esa furgoneta de cristales rotos y lateral destrozado. Sin un pueblo alrededor. Sin teléfono. Sin internet. Que sensación más miserable.

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El día siguiente fue un master en mecánica para mí. Conseguimos que el starter funcionara, pero el motor no. Y eso que debería hacerlo. Después de más de medio día de trabajo, agotadas todas las opciones que a padre, hijo, abuelo y otros mecánicos de la zona se ocurría, no había mucho más que hacer. Habían presurizado el depósito, chequeado la bomba de diesel, chequeado todos los puntos eléctricos. Todo estaba bien, pero no funcionaba. �Spaniard. No hay nada más que yo pueda hacer. Si quieres lo llevamos a otro mecánico, pero en mi opinión no me preocuparía demasiado. Será un gasto de tiempo y de dinero�.

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Mierda. Mierda. Mierda y mil veces mierda. Pero decidí agotar todas las opciones. El motor tenía que funcionar, el golpe no debería haberlo dañado, así que opté por llevarlo a otro mecánico y jugármela perdiendo algo más de tiempo y dinero. Fue el momento en que cayeron en la cuenta de donde estaba el problema. ¿Y si el starter estuviera girando… al revés? Todo cuadraba, el motor giraba al revés y por lo tanto no bombeaba diesel. Vuelta a desmontar el starter, reconstruirlo, pieza por aquí, algo que nos quedaba del starter quemado por aquí, un poco de polvos mágicos más allá. ¡Voilá! la furgoneta volvía a funcionar.

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Me despedí de Robert, de Raymond, del abuelo, de la abuela maorí que con tanto cariño me había alimentado durante dos días y partí a la búsqueda del resto de piezas que me hacían falta para el coche: Una ventana y una puerta lateral. Siendo la furgoneta del 89 no quedaba más remedio que buscar entre más y más cementerios de coches. Encontramos el cristal sin demasiado problema pero hacerse con una puerta como la mía acarreaba bastantes más problemas.

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Nada por aqui, bro. Pregunte en el pueblo de allí. Nada. Pregunta a Bob. Espera que te acompaño. Nada. Mira a ver en tal taller. 40 kilómetros para el taller. Tampoco. Tira para Koma. Tampoco. A todo esto, viajando con una puerta medio destrozada, sin cristal que podría caerse en cualquier momento. Acabé llegando a Whangerei, la única �gran� ciudad al Norte de Auckland. Búsquedas, llamadas a talleres, internet, hasta que conseguimos una puerta. A 8 horas de distancia. Y hoy viernes. Uff. Para el lunes. Y esperemos que funcione que la furgoneta está bien abollada y habrá que trabajar. Ah. Y la puerta, bro, será blanca.

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Será lo que sea, pero eso significaba que podría volver a esta en marcha. Y hecha de retales. Que mejor manera de hacer honor a su nombre de Canario Milenario. ¿Y yo? ¿Que iba a hacer mientras tanto? Pues abusar de la confianza que aún no tenía para con un amigo de un amigo que vivía casualmente cerca de Whangerei.

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Ginés, un español ya asentado en Nueva Zelanda, amigo de Aitor y Héctor, se apresuró a recogerme y llevarme a casa. �Nada, ningún problema. Tu te quedas el fin de semana en casa, con nosotros y ya veremos que hacemos. Yo te hago de guía por la zona así que no te preocupes de nada�. O algo así me vino a decir. Que una persona que no te conoce de nada, más que de una referencia, te abra su casa, te acoja y use uno de sus pocos fines de semana libres contigo con la mejor de sus sonrisas no es algo habitual. Pero así han sido Ginés y Loren. Aparecieron cuando más lo necesitaba y me dieron todo y más de lo que debían.

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(El a partir de ahora mítico Ginés…)

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(… y la encantadora Loren)

Así que tras un fin de semana fantástico, perdidos entre calas, bordeando la costa azul del Norte de Nueva Zelanda, viviendo en una entrañable casita en mitad del bosque, sin nadie en los alrededores, con la naturaleza por vecina, y entre buen comer, buen beber, muchas historias de viajes y muchas muchísimas risas (que tanto necesitaba), pasé los dos últimos días, tras los cuales, ahora sí, el Canario Milenario con una nueva cicatriz en forma de puerta blanca, me esperaba para recomenzar el viaje.

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Por motivos obvios, para Ginés y Loren. Gracias.