(Post este, que mentirá excusandose en las lluvias, pero que a saber que oscuras razones no le hicieron estar a tiempo un tal 5 de Abril de 2010)

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«Igual que en las grandes historias, señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final porque ¿cómo van a acabar bien?»

Milford llegó sin saber cómo. Ni siquiera apareció, si no que se asomó ligeramente, en un intento de vislumbrarlo mientras permanecía oculto entre la niebla. Pero había tomado una determinación. No me iría de ahí hasta que no pudiera verlo, así que o bien el tiempo mejoraba o me tendría que comer mis palabras en la oficina de inmigración que me deportaría de vuelta a casa.

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Pero lo cierto es que la espera me estaba matando. Ya había pasado, con más pena que gloria, un día en la última ciudad antes de llegar a Milford. Te Anau. Allí advertían de que, ojo, pasado ese punto, ni gasolina, ni alimentos en los siguientes 120 kilómetros. Pero llegar a Milford es un camino que no tiene salida, así que habría que considerar el doble. Mi profesor de matemáticas habría estado orgulloso de semejante deducción. Siempre fui un cerebro brillante.

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Lo que no alcanzaba a comprender era el vaivén del tiempo. Al parecer todas esas líneas que aparecen en los mapas del tiempo, isobaras y demás, tenían algún sentido y no era precisamente bueno. Aunque yo, que nunca me he fiado de lo que no entiendo y cuando el tiempo en sí mismo en Nueva Zelanda también pasa de lo que digan los mapas, me mantuve en mis trece.

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(Un Kea, otra especie única del reino Kiwi)

Tras en anodino día en Te Anau, la cosa prometía mejorar. O eso, insisto, decían. Y en Te Anau tenían razón, pero en el horizonte, en la dirección que apuntaba a Milford, se veían las mismas oscuras nubes que habían asolado el día anterior. Sin riesgo no hay victoria. Arranca esos motores. Partimos al hiperespacio.

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Uno podría caer en el error de considerar que Milford es sólo Milford, pero estaría muy alejado de la realidad. Lo cierto es que todo el camino es lo que merece la pena, porque hasta llegar al destino la Milford Highway (esto de Highway es irónico) se ha descrito como absolutamente maravillosa.

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Semejantes adjetivos habrían de esperar. Antes de que pudiera perderme en las curvas sinuosas que subían y bajaban la carretera, andaba todo oculto entre la niebla. Apenas se podían vislumbrar las paredes verticales, que presa de las lluvias estaban cubiertas de espontáneas cascadas. Pero poco más se podía adivinar. Fue lógicamente una decepción, aunque jugando la baza de la ida y vuelta siempre me quedaba el camino de retorno. No nos desesperemos todavía.

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Y lo cierto es que la llegada a Milford lució muy muy poquito. En las fotos, insisto, las nubes (tras unas cuantas capas de maquillaje infográfico) le daban un aspecto tétrico de lo más interesante, pero en vivo y en directo, no era de lo más alentador. Atentos a las previsiones, todo parecía indicar de nuevo una mejora. La gente se apuntaba a los barcos y a hacer kayak en los días siguientes, pero yo aposté a poner el despertador, abrir el ojo con la llegada de las primeras luces del sol y decidir en ese momento.

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Cierto. Podría darse el caso de que todo estuviera ocupado, pero ya vería que hacer si llegaba a presentarle la ocasión. De cualquier manera, pagar para no ver nada no entraba en mis planes. El tiempo, curiosa y excepcionalmente, me daba la razón. Había apostado a caballo ganador y el día se levantaba aún peor. Terrible, con lluvias y vientos que no animaban más que a quedarse en el hostal bebiendo tranquilamente cafés calentitos mientras las fuerzas de la Naturaleza se lo pasaban en grande.

Argh. Que pereza. Ya llevaba unos cuantos días perdidos, víctima de mi propia tozudez. Que sopor. Pero claro, rendirse ahora no sólo no me habría llevado a ninguna parte si no que encima sería el hazmerreír de mi mismo. El orgullo se cernía sobre mí en forma de gran bola de nieve. Me quedo otro día más, por supuesto.

De nuevo a dormir sin dormir. La necesidad de saber que va a suceder. Tener un ojo siempre abierto para ver si las nubes vienen o se van (debo decir que durmiendo como duermo, sin gafas, si las nubes aparecen o desaparecen me iba a dar exactamente igual). Despertarse, chequear. Oír la lluvia. Maldecir por lo bajini. Aún quedan horas. A machacar la oreja. Abrir el ojo, buscar las gafas. Nubes. Dormir un rato más. ¿Que hora será? Las 3.00. Mal vamos, Sancho, todavía acaba haciendo bueno y yo me habré quedado aquí durmiendo, agotado después de esta noche de fiesta salvaje.

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A las 7.00 hice un último intento. El primer análisis no visual indicaba que la lluvia ya había dejado de resonar contra la chapa de la furgoneta y al asomar por la ventanilla las estrellas brillaban tan nítidas que era imposible ver ni una sola nube que las empañara. Emoción y alboroto. Otro perrito piloto. Ni el hostal ni el día habían amanecido, pero ya corría cargando el trípode. ¿Quien sabría cuanto iba a durar?

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Ahora sí. Que maravilla. Los 1692 metros del Mitre Peak se alzaban desde el agua sin interrupción alguna. Comenzaba un día impoluto, cargado de sol y yo embarcaba en la proa del primerísimo de los barcos que se adentraban en el fiordo.

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La escala es la clave. Las dimensiones excedían a las medidas que podía tener el cerebro. Es enorme. Gigantesco. Sólo cuando alguna de las avionetas que lo sobrevolaban sólo por diversión (bajo moneda turística, se entiende) se difuminaba contra las laderas, podía uno hacerse idea del tamaño.

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(Busquen al barco de dos plantas…)

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(… y aquí también y con algo menos de dificultad)

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Si aparecía una cascada, no era hasta compararla con algún otro barco que se aproximaba cuando te dabas cuenta de que podría engullirlo sin problema. Todo tan descomunal que una vez más te mostraba ante el mundo como alguien diminuto, pequeño, tan poco importante. Milford me dejó sin habla.

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(Otra de minúsculos barquitos de dos pisos y tropecientos pasajeros…)

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(…Y otra de un barquito escapando de una cascada)

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Ya llevo bastante tiempo sin saber que más adjetivos usar, que más palabras añadir, cómo explicar lo que siento, lo que veo y lo que me transmite, pero en la popa del pequeño barco, con las manos completamente heladas mientras sujetaban la cámara contra el gélido viento, era completamente feliz.

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(Sí, lo han adivinado… ¡¡también hay barco en está foto!!)

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Quizás fuera por que la paciencia había obtenido su recompensa, o porque ver las afiladas paredes cubiertas de vegetación me hacía sentir que estaba descubriendo un nuevo mundo, o por que simplemente estaba abrumado por la belleza del sitio. Que más daba. Que importa si las cosas no se pueden explicar.

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Lo mismo, no explicar ya explica demasiado. ¿Tiene algo de lógica?

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Culminé el retorno, la vuelta a Te Anau, y esta vez si pude disfrutar de la Milford Highway, está vez no había trampa, ni cartón, sólo imponentes mazacotes de piedra y roca decorados con nieve ocupando más allá de lo que abarcaba la vista.

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Absolutamente majestuoso.

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Todas las fotos, ocultas de vez en cuando por la sombra de las montañas, aquí.