(La cosa se desborda, se despeña por precipios, le atacan los leones marinos y se retrasa. Si no este post habría estado aquí apto para casi todos los públicos un 9 de Abril de 2010)

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«Tres dias persiguéndolos. Sin comida. Sin descanso. Y ni rastro de la presa, salvo vagas huellas en roca viva.»

El aliento se tornaba en vaho dentro de la furgoneta antes de que hubiera abierto los ojos. Lo notaba. Notaba el frío cortante de la mañana antes de que saliera el sol corroborado por la capa de escarcha que adornaba los suelos. ¿Había llegado el invierno de improviso?

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Arremolinado entre el saco y el edredón apenas había ánimo para poco más. Cualesquiera fuera la parte que se quedara fuera del abrigo de las mantas pasaba a congelarse sin más. Y la naricilla, las orejillas y partes adyacentes ya reclamaban su hueco tras haberse pasado la noche en vela.

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Pero los días se tornan cortos, más aún, en el sur de Nueva Zelanda, donde se nos roban minutos cada día y ya la noche empieza a ser más larga que el día. No hay ni un minuto que perder, ni un sólo rayo que regalar. Comenzaba a atravesar The Catlins.

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The Catlins, la esquina sureste de la Isla Sur no es una zona especialmente grande. Ni larga. Pero tenía tantas paradas que merecían la pena explorar que aún apretando el paso tardé más de dos días en recorrerlas. No era para menos. Bosques, valles, interminables costas cortadas por afilados acantilados, penínsulas, estuarios, bahías, cataratas y ríos. ¿Quién da más?

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De todos los gustos y colores. Bordeando el inmenso Pacífico la variedad hacía cada parada un nuevo mundo. Vamos con afán, todos a la vez, a recorrer sin miedo caminos sin asfaltar, de grava, roca y polvo que aún a día de hoy cubren buena parte del Canario Milenario. Esquiven halcones, águilas y ovejas. Suban suaves colinas, embóbense con las olas.

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Las mismas olas que conjuntamente con el agresivo perfil de la costa ya han causado numerosas desgracias cobrándose unas cuantas vidas al naufragar los barcos contra sus rocas. Hoy en día, dos faros cubren la peligrosa región. El mensaje es claro. Si navegas por aquí, es probable que no puedas contarlo.

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Parece reservado para la verdadera naturaleza. Que es lo que realmente se puede encontrar por allí. Infinidad de pájaros que pueblan las paredes verticales y mucha, muchísima vida marina. Focas, leones marinos y pingüinos, que campan a sus anchas por los intrincados y castigados laberintos de rocas.

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(Vamos gordito, ¡¡no te hagas el remolón!!)

Y allí te plantas, tú, cómo si fuera un documental, para ver la vida salvaje en primera persona a escasos metros de ti. Y alucinas. Y quieres acercarte más pero sabes que no puedes. Y lo sabes no porque haya nadie vigilando que te prohiba hacerlo, lo sabes porque hay infinidad de paneles que te explican todo los que vas a ver, lo que puedes hacer, lo que no y sobre todo el porque de cada decisión.

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Es una gozada. Estamos hablando de especies únicas y algunas en graves peligros de extinción. El pingüino de Ojos Amarillos, también endémico de Nueva Zelanda, se puede ver a menos de 200 metros. �Disfrútalo� rezan los carteles �pero no te acerques más. Si lo haces, se asustará y es probable que se lance al mar y no vuelva, dejándo a sus crías sin alguién que las cuide, o es probable que sea una cría la que se espante y se adentré en el mar sin estar preparado�.

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Es esta manera de presentar las cosas, de educar sin prohibir, de dejarte la responsabilidad a tí como visitante, la que me deja impresionado y me hace sentir envidia del cuidado y respeto que los neozelandeses tienen por sus islas. No en vano, son muchos los que presumen de ellas y de la cantidad de vida salvaje que pueden encontrarse.

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Lo que nos lleva, a un férreo control sobre todo lo que puede afectar el equilibrio ecológico del país. Cualquiera que haya pasado por allí puede corroborarlo. En el aeropuerto hay un control exhaustivo sobre lo que cada visitante lleva consigo. Mis maltrechas botas de trekking que habían pisado media Asia, tuvieron que ser convenientemente desinfectadas con el objetivo de eliminar cualquier rastro de tierra de otros suelos.

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Este equilibro es tan delicado que las veces que se rompe se vuelven trágicas para la vida autóctona.

Por ejemplo. Esto es un possum:

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(Foto cortesía de la wikipedia)

Es un marsupial precioso originario de Australia donde vivía en peligro de extinción. No en vano, la cantidad de depredadores y animales peligrosos en Australia tiene números de récord. El possum tiene además, una piel con un pelo extraordinario, lo cual lo hace ideal para las peleteras.

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Las peleteras lo introdujeron en Nueva Zelanda, en granjas controladas, para poder usar comercialmente sus pieles. El problema llegó cuando las granjas controladas no lo eran tanto y algunos de la apenas una veintena de ejemplares se escaparon. Carentes de depredadores que les dieran caza, los possum se multiplicaron superado los 70 millones. Una peste. Y en un terrible problema para el departamento de Conservación Neocelandés.

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Al possum no le basta cualquier matojo para alimentarse, si no que lo hace de brotes de flora autóctona, con lo que acaban con la vida de la planta de la que se alimentan. Toda una pesadilla. Desde entonces se ha intentado de todo. ¿Envenenarlos? Si, pero lamentablemente también afecta al resto de animales entre ellos a pájaros (también endémicos) alterando de esta manera el equilibrio que se intenta proteger.

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La otra opción es la caza particular. El gobierno ofrece dinero por las pieles de este animal de manera que se ha convertido en una especie de diversión local. Hay quién se adentra en las selvas en modo profesional y quién lo hace armado con un palo de golf y una cerveza. ¿Y si te lo encuentras por la carretera? El mensaje desde el Departamento de Conservación es obvio: Atropéllenlo, por favor. (A día de hoy me lo he cruzado tres veces por las carreteras donde se quedan paralizados por la luz, y de momento he sido incapaz de cumplir. Espero que no me consideren un mal ciudadano).

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Así son las cosas en este pequeño otro mundo. Especies como ratas y ratones que llegan en barcos amenazas a especies locales, como los kiwis, que ahora se recuperan en pequeñas islas donde se pueden controlar a los depredadores. Las barcas se limpian a conciencia antes de entrar en los ríos para no propagar algas. Sea como sea, los neozelandeses tienen en mente salvaguardar al precio que sea el legado único de su país.

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Es un problema delicado, aunque muchos de los esfuerzos por recuperarlo parecen estar dando resultados. Los possum se han reducido a 30 millones (ya son menos que las ovejas) y especies como las focas, amenazadas hace un siglo, campan felices por las costas del Este.

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O los leones marinos. Cuyas hembras te ignoran completamente, mientras se calientan placidamente durmiendo al sol de las playas y los enormes machos de miran amenazantes si te aproximas a menos de 25 metros, regalándote algún que otro rugido. Relativamente torpes en tierra y veloces en cuanto alcanzan la más ligera de las olas, te dejan observarles sin mayor preocupación.

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(«Me das calor, cari», el principio del fin de una relación)

Las costas de The Catlins acaban en Dunedin, donde el relevo lo toma la pequeña península de Otago. Pequeña en tamaño, pero enorme y lenta en el afanoso trabajo de recorrerla y subir y bajar pendientes y colinas. Allí de igual manera se arremolinan los pingüinos, los leones marinos, a veces (dicen) los elefantes marinos mientras por sus costas parece que pasean delfines y ballenas sin demasiado rubor.

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(El único castillo de Nueva Zelanda, lo que lo convierte en el mejor y el peor al mismo tiempo)

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Centenares de pájaros que desconozco, y colonias de albatros que desafían a los vientos más fuertes con la elegancia que confieren 3 metros de envergadura. Impresionantes en la lejanía, sobre los más bravos de los acantilados, otra de las especies amenazadas del mundo tiene su hogar en Nueva Zelanda.

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Y es otra más. Y esto, sólo acercándote con la furgoneta, sin necesidad de embarcarte en un tour para ver a las más protegidas y delicadas.

El zoo está en casa. ¿Quién se apunta?

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¿Con ganas de más? No dejen de pasarse por los álbumes de The Catlins y de la Península de Otago, donde esperan aún más fotos por descubrir.