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El día soleado y sorprendentemente caluroso invitaba a pasear por las calles que ondeaban sobre las colinas. Bueno, ondeaban a esas horas, cuando la energía, alta tras el desayuno podía con todo, pero a última hora de la tarde los ondeamientos se habían convertido en otra y otra cuesta malvada y demoniaca. ¿Cómo hacía yo antaño para cargar con la mochila y el trípode como si fuera un mozalbete, sin queja alguna? Ah. Miento. Siempre me quejé.

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Aunque desde lo alto de la ciudad, desde el mirador de la catedral se podía apreciar todo el entramado de callejuelas, un laberinto irresoluble incluso desde las alturas, pintado de tejados naranjas que acababan en un Duero cosido a base de puentes. La ciudad desde esas alturas brillaba.

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Bajar al pie de esas calles tan estrechas que uno dudaba que el suelo hubiera sentido alguna vez el calor del sol revelaba otra realidad. Oporto estaba devastado. No era una novedad. Debía llevar demasiado tiempo en periodo de descomposición, propiciado por la falta de cuidados y del señor Don Dinero. Total si la ciudad ya era miel para turistas, y había soportado más de quince siglos de vida, ¿no habría de durar un poco más?

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Pues parece que no. Y habiéndose dado cuenta de ello, ahora son las grúas las que espigan el cielo de la ciudad, restándole protagonismo a las decenas de torres de iglesias que aparecían entre las callejas. Tarde, pero al menos, no se iba a dejar que Oporto cayera. Obras en cada esquina, sonidos de máquinas perforando, vaciando interiores, reconstruyendo edificios, para intentar recuperarla y que sus momentos de esplendor no sean sólo los que se puedan apreciar en unos años con las fotos.

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Muchos encuentran ese aire decadente de lo más pintoresco, con sus coloridas casas luchando contra la gravedad entre el peso de ropa tendida y de las antenas parabólicas, azulejos que cuentan historias de otras épocas, mercados olvidados y rincones y recodos perdidos entre las colinas, pero imagínensela cuando se alzaba con sus paredes reflejando la luz del sol, mientras su puerto rebosaba de vida.

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Eran los años del descubrimiento de América, cuando su inmejorable situación a orillas del Atlántico lo convirtió en el centro Europeo del Comercio. Ahora la desembocadura del Duero cuenta sobre todo con decenas de barcos típicos, de aquellos que antaño se usaron para transportar el vino en toneles y que ahora sirven para que la gran masa de turismo de un paseillo por las aguas degustando un vaso de sus propios vinos.

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Es inevitable. Porque la ribera es, a pesar de todo, demasiado bonita como para no robarte la mirada. Desde la orilla Sur, atravesando el Ponte Dom Luis, lugar de residencia de la mayoría de las bodegas de la ciudad, la vista es inmejorable. La ciudad se eleva ante ti, mientras se abandona a los últimos rayos del sol y comienza a encenderse la noche. Me pareció un enclave inmejorable.

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Tanto que el segundo día, repetí. Volví a ver llegar los azules y los reflejos de las luces sobre el agua y aunque me resistía tuve que reconocer que me había ganado, atrapado por una ciudad en ruinas, que bien se merecía el salir del anonimato en que mi falta de conocimiento la había sumido.

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Oporto, Octubre 2011

Un porrón de fotos más, en su galería de flickr.