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Lo llamaban mercadillo pero era la mayor acumulación de trastos de la que podía dar fe. Las aparentes pilas de cachibaches, piezas olvidadas, ropa usada, juguetes rotos, se intercalaban con libros usados, trozos de futbolines, muebles, algunos incluso habiendo sobrevivido a la carcoma, espejos, cintas de VHS, botones, cubertería, herramientas para el jardín o las mañas del bricolaje, botones, pomos de puerta, vacías torres de ordenadores, cerámica, bolsos…

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Aún así una enorme multitud paseaba entre las improvisadas calles delimitadas por los esperpénticos puestos del mercadillo de Santa Clara, donde eran muchos más los curiosos que los compradores. Incluso, para rizar el rizo, lo más curioso eran muchas veces los propios compradores. ¿Quién estaría dispuesto a llevarse un álbum de dibujos de Peter Pan ya coloreado? Ah. La maravilla del Caos.

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Con el sobrenombre de Mercado de los Ladrones (Feira da Ladra), uno no sabe si atribuirle el nombre a la cantidad de espabilados carteristas que rodean la zona atraídos por la miel de la clientela, o si por el contrario comenzó como un lugar donde intercambiar mercancías robadas, lo cual explicaría el desbarajuste que ahora presenta, evolucionado, claro está.

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Pero cualquiera que fuera su origen, lo cierto es que bien valía una minuciosa visita a esos puestos compuestos por retales, donde a veces la tienda era una puerta abierta del propio vehículo. Todo valía. Si tenías un hueco allí podías plantar tus estampas, sellos o calzoncillos. Había quién incluso para mostrar las bondades de sus herramientas demostraba como una pica podría atravesar fácilmente un suelo asfaltado. El de la calle. Pruebe. Pruebe.

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Fue este uno de las paradas más divertidas de la muy viva Lisboa. Radiante, entre tanto sol, muchos aseguran que tiene una luz especial. La explicación �científica� parecía ser una conjunción de elementos. Por un lado el inmenso caudal del río Tajo, al sur de la ciudad, que no hacía sino reflejar toda la luz del sol hacia la ciudad.

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Por otro lado, la cantidad de azulejos que adornan muchas (muchísimas) de las fachadas de las casas, que a su vez vuelven a actuar de reflejos y por último el también brillante suelo adoquinado que también relanza la luz en todas direcciones.

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Claro que está disertación fue la que me dio el amigo Ricardo tras habernos acabado una botella de vino de la zona, así que podía tener razón o lo mismo no, pero a mi en aquel entonces, presa ya de la mitad de la bebida, asentí completamente convencido, momentos antes de lanzarnos a las abarrotadas calles nocturnas de la zona alta, epicentro de la noche de Lisboa.

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Pero independientemente de la validez de estos argumentos y también independientemente del alcohol ingerido, había que reconocerle a la ciudad su encantadora belleza. Además, su situación a lo largo de más y más colinas, convertía casi cualquier punto en un mirador. Tanto que eran incontables los puntos en los que pararse a ver los tejaditos naranjas y el descarado laberinto de callejuelas.

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Ni Teseo sería capaz de llegar al punto que deseaba en la Alfama, uno de los barrios más carismáticos de la ciudad, pero en cambio se encontraría con un montón de sorpresas que desconocía que pudiera encontrar por allí, como altares improvisados, patios ocultos por una esquina, escuelas que decoraban las calles colindantes, pasadizos convertidos en bares, casas irregulares como creadas al azar, por cuyos rincones resonaban los fados.

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La única salida, cuando uno se cansaba de vagar sin rumbo, de encontrarse calles que subían y se cerraban, o que giraban cuando tenían que seguir rectas, era tirar cuesta abajo, hasta llegar al paseo marítimo. Era la única salida posible si uno quería huir del Minotauro. Contrastes con las paralelas calles que nacen en la Plaza del comercio, que no dejan de ser una ilusión de escuadra y cartabón, rodeadas de las escalinatas, plagados de restaurantes de Baixa Chiado.

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A estar horas, pocos defectos, le pude sacar a esta ciudad, que lejos de tranquila tiene una ajetreada vida cultural. Así que hay diversiones para todos los gustos y no faltan excusas para plantar un escenario y tener un poco de música en vivo. En la calle, rincones, o bares (y no siempre con idéntico resultado de crítica y público).

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Si acaso, sus interminables cuestas, esas que muchos toman con infinita paciencia, pues muchos de los funiculares que las escalan no tienen la periodicidad que a muchos les gustaría. Los tranvías en cambio, habitualmente de amarillo, aparecen y desaparecen con premura, haciendo la ciudad manejable y corta. No hay mejor manera que su interior de manera (habitualmente abarrotado) para subir una cuesta.

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Así que no hay excusas. Es el momento de visitarla, darse en paseo por las terrazas, sentarse en cualquier punto con vistas a tomar algo, dejarse hipnotizar por los fados y por último, si me permiten, no dejen de pasarse a despedir el sol sobre el Atlántico en la zona de Belem.

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Para Ricardo, que mantenía el mismo espíritu que cuando le conocí en Myanmar.

Más fotos en su galería de flickr.