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El Empress se alejaba de Flåm, serpenteando entre las múltiples entradas y salidas que creaban los fiordos. Si hubiera un minotauro acuático seguro que se habría escondido en estas tierra deshilachada en innumerables jirones de tierra hacia el mar. Pero desde la cubierta de ese crucero guíado por cuatro GPSs y dos sonares, lo único que se podía hacer era disfrutar del espectáculo de la naturaleza en toda su gloria.

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Ya nos lo habían advertido con antelación. Entrar y salir de Flåm podía ser uno de los pasos más espectaculares de todo el viaje y estaba dispuesto a aprovechar ambos sentidos. Aunque descubrí muy a mi pesar que estar dispuesto y conseguir el objetivo realmente son cosas muy distintas.

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Así que un error de cálculo (del cual no señalaré culpable alguno) me hizo madrugar más de lo que debiera y aparecí en cubierta un par de horas antes de que llegáramos a la entrada del fiordo. Entiéndase, las 3 de la mañana. Por allí sólo estábamos un señor limpiando el suelo y yo. Maldita sea, ¿pues no habré entendido mal? ¿Y si me voy y me lo pierdo? Desengáñate, no hay nada aquí para ti, Frodo de la Comarca.

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Congelado con el cortante viento que atacaba al barco desde las cumbres, me batí en retirada, agotado. Lo cual no implicó que me perdiera la entrada triunfal en el puerto de Flåm, pero si que el camino de entrada lo pasara recuperando fuerzas y calor en el camarote con una postura del cuello nada ergonómica.

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De alguna manera extraña, los días acababan siendo agotadores y al camarote se llegaba para desplomarse en la cama. Las excursiones eran intensas, las últimas horas de piscina en cubierta para nosotros, las animadas conversaciones que se alargaban hasta bien entrada la noche, despistadas porque aún no oscurecía. Incluso un destino aparentemente discreto como �lesund, tenía su aquel.

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Porque tenía su encanto en calles planas y horizontes, con sus casitas reflejadas contra lo canales, pero no nos valía con eso, claro. Había que verlo desde arriba. Esa destructiva manía que tengo, sin cura aparente, de tener que subirme a todo mirador que se tercie. Oh, vamos. Al ataque.

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Sabíamos que no era en balde y las vistas merecían la pena, aunque revelaban una verdad, que las ciudades noruegas son de lo más pequeñitas. �lesund, bastante importante por su localización, apenas sobrepasaba los 40.000 habitantes. Diminuta comparada con cualquier ciudad dormitorio de la periferia madrileña.

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Indudablemente las hace cómodas y en un día como el que tuvimos, de pleno sol, se le añade el adjetivo de encantadoras. Aunque siempre costaba imaginarse a uno mismo viviendo allí por un largo periodo de tiempo. ¿No sería demasiado tranquilo? ¿Estaremos ya en un polo tan opuesto que nos impediría disfrutar de un lugar así durante más de unos días?

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Y aunque la única manera sea comprobarlo, tampoco haré demasiados esfuerzos por llevar a cabo semejante experimento. Pero tampoco me apasionaría ver todos los días el Guernica de Picasso y sin embargo reconozco su encanto. Así que, resumiendo, lo mejor era patearla y llevarse en la memoria tantos rincones encantadores como pudiera.

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Pero no nos engañemos. Por muy pintorescos y de ensueño que parezcan todas estas �ciudades� noruegas, no estábamos allí por sus piedras, canales, monumentos e iglesias, sino por su exquisita localización. Y en Flåm nos esperaba una borrachera de paisajes de esos que se agarran a tu retina y se graban en tu memoria.

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La verdad es que era un recorrido ambicioso. Yo probablemente lo hubiera hecho en varios días. A hora mágica por día, un planteamiento satisfactorio como fotógrafo pero a todas luces inviable, así que a lidiar con la luz del mediodía, que dado lo abrupto del terreno también lo hacía interesante.

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Pasar por otro fiordo, el Nærøyfjord, o por la Stalheimskleivane, la carretera más empinada de Noruega, fueron algunos de los atractivos, aunque en el podio estaban los 150 metros de la cascada Tvindefossen. Ah, que maravilla. Pero había tanta luz que incluso con un filtro de densidad Neutra ND8 y cerrando al máximo no llegaba a tener un clásico efecto seda. Si, me confieso culpable. Sé que muchos lo consideráis digno de decoración de restaurante chino, pero a mi me gusta. Así que a falta de efectos seda en el agua, poco menos que me metí en la cascada, para intentar capturar aunque fuera en foto, su rugido.

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Pero sin lugar a dudas, el campeón absoluto de la jornada fue el Flåmsbana, o un viaje en tren que bien podría hacer las veces de curriculum del país. Desde paisajes nevados a valles anchos y profundos, flanqueados por cascadas, mezclándose con praderas verdes y con pueblos escondidos, todo ello en una obra de ingeniería ferroviaria que cae con un 55% de pendiente en casi todo su trayecto, donde hay incluidos tramos de espiral para poder dominar a las montañas.

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En resumen y traducido, una auténtica gozada. Luché con mi vida, vendiendo amistades y mi propia dignidad por un hueco junto a la ventana. Lo defendí con codos y dientes. Mereció la pena, pues es un viaje alucinante y no estaba dispuesto a arruinarlo luchando por quitar cabezas de los encuadres. Un par de consejos para fotógrafos: No todas las ventanas se pueden abrir. Elijan el lado izquierdo. De nada.

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El descenso duró menos de lo que me habría gustado, pues ya acostumbrado a viajes largos, habría sido encantador hacer un viaje de varios días pegado a esa ventana del tren. Al sol y entre valles sin fin, atravesándolos por túneles y cruzando uno tras otro. ¿Creen que me cansaría? Lo dudo. Pero es lo que tienen estos destinos, que no tienes suficiente.

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Y así llegamos al inicio, del post, la despedida del fiordo coloreado por las luces del atardecer y un sol que ahora en un paralelo más bajo que en Trondheim o Geiranger, si que llegaba a ponerse robándonos cada día minutos de luz en nuestro viaje hacia el sur.

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Allí aguantábamos todos hasta que salimos del fiordo. Muchos sentados en cualquier parte de cubierta. No había un sitio mejor que otro si estás abrazado por el paisaje. Otros de pie, corriendo de un lado para otro (ejem ejem). Algunos envueltos en mantas que facilita el crucero, otros con un café en la mano (que también facilita el crucero). El Empress avanzaba sin pausa entre laderas de montaña.

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Creo que fue uno de esos momentos en que más me alegré de estar en un crucero (aparte del todo incluido y la piscina y jacuzzi en la cubierta…), porque esa era la manera, la mejor e incluso la única de disfrutar de los propios fiordos al atardecer. Desde dentro.

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Noruega, Mayo 2012 | Pullmantur