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No puedo decir que escuchara los disparos, pero aseguraban que habían sido cerca y las noticias de un cadáver caliente corrían como la pólvora, incendiando todo cuanto se ponía en su camino. Pero entre las noticias confusas, nadie parecía haber visto nada y aunque la duda aconsejaba quedarse tumbado plácidamente en la hamaca en lugar de salir a investigar, había una gran parte de mi que se preguntaba si no sería eso un bulo que iba creciendo de tamaño en cada salto de boca a oreja. Sea como fuera, la plácida calma del Paraíso se había visto turbada.

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Por que hay poco más que hacer en Morro de Sao Paulo, en la punta norte de la isla de Tinharé, que no sea mirar al infinito del mar, pasear por la playa y luchar contra el calor con un baño, una cerveza o un batido de frutas. En esta isla sin apenas carreteras, donde los taxis tienen forma de carretilla y se mueven, cargados de maletas, a base de músculo por caminos arenosos invita a llevarse el libro más gordo que uno tuviera en su biblioteca para disfrutarlo con algo de brisa.

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Eso era un poco lo que iba buscando, elegir un sitio, para pasar el resto de los días que tenía en Brasil cargando las pilas. Si es verdad que había muchos más sitios que hubiera gustado conocer, pero la falta de tiempo me haría pasar más tiempo en medios de transporte moviéndome a través del inmenso país que disfrutando. Ya que tenía pocos días, habría que disfrutarlos.

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Llegó fue una de esas odiseas en las que puedes pagar un billete caro de ferry que te lleva directo desde Salvador de Bahía o hacer el trayecto en dos ferrys y un trozo por tierra por aproximadamente la mitad del precio. Avergonzado de estarme volviendo acomodado, con lo que yo había sido, opté por el viaje largo y barato que lógicamente no salió como debía. Ni los horarios coincidían, ni los transportes tampoco.

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Una excusa como otra cualquiera para acabar en un coche particular que hacía las veces de taxista ilegal a cambio del trayecto y una cerveza, con un conductor de esos que no han conocido desodorante en su vida a través de paisajes, eso si, preciosos. Intentos de charla frustrados que valen para rebatir al que diga que el portugués y el español son casi iguales y que se entienden sin dificultad y al final, llegada al segundo ferry sano y salvo con un conductor bebiéndose la cerveza parte del trato al mismo tiempo que conducía. Sorpresas, a estas alturas, cada vez menos.

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Aún así, la primera impresión en Morro fue fantástica. La isla era un preciosidad y la ausencia de coches era una invitación directa a quedarte. Precisamente esa ausencia de vehículos era la que determinaba el alojamiento. Los principales en el pueblo, donde atracaba el ferry y propia playa. El caché iba bajando, aunque muy ligeramente, en la segunda playa, inmediatamente a continuación y así seguía cada vez alejándose más de la civilización llegando incluso a tener que andar algunos kilómetros por la playa para llegar a los últimos y más abandonados.

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No se confundan. Muy pocos los andaban y mucho menos con maletas, pero la opción de la carretilla tampoco era demasiado buena, así que se optaba por hacer un traslado a carro de burros o simplemente acercarse en una pequeña barca a motor desde el embarcadero. No fue mi opción ser un Robinson Crusoe de la vida y me bastó llegar al final de la tercera playa para encontrar donde reposar mis huesos. Dormitorios y precios asequibles.

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Algo nada común en una isla que salía del Carnaval y que mantenía los precios como si la fiesta continuara. �Oigan� inquiría �que el Carnaval ya se ha acabado. ¿Dónde está la caída de precios excesivos que corresponde a estar fuera de fechas carnavalescas?� En Morro no parecía importar, los precios se mantenían como si de carnaval se tratase un par de semanas más. �Hay que hacer caja� confesaban sin pudor. Sinceridad, eso siempre está bien.

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Así que gasté mis días en caminar por las playas hasta cansarme o hasta que la marea me lo impedía, patear un poco por la selva, retomar el buceo (no lo hagan allí, no merece la pena) y recuperar entre hamaca y hamaca los tomos de las Crónicas de la Dragonlance, para demostrar, lo mal que han envejecido esas novelas mías de la adolescencia. Otra opción, sin embargo es hacer algo de turismo y para eso nada mejor que una clásica lancha motora que te hace un tour de un día en unos cuantos puntos de la isla.

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Si, es una turistada, pero me confieso adicto a ellas. Acomodarse en la proa y ver la isla pasar mientras la propia embarcación atraviesa las olas. Un relax equiparable en dimensiones a la cantidad de crema que hay que echarse para evitar que el sol te abrase. Claro, que esto es algo que se descubre por la fuerza una vez terminado el día cuando las evidencias científicas en forma de piel colorada indican que las cantidades estimadas no fueron suficientes.

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Pero hasta llegado ese momento, el cuerpo se entretenía con otros estímulos. Piscinas naturales de aguas cristalinas. Bares flotantes con mesas flotantes. Pescado fresco para comer, visita a islas colindantes y en general disfrutar del paisaje, acompañado de un precioso atardecer. Todo lo que se puede esperar como el más ajetreado día entre la calma.

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Incluso por las noches, para los menos adictos a la fiesta, merecía la pena dar una vuelta por la playa y tomarse alguno de los cocteles preparados instantáneamente con las frutas en lo que parece un mercado nocturno con toques de alcohol (entiéndanme con lo de toques). Piñas, mangos, fresas, sandías, plátanos, kiwis, cocos, listos para cortarse y mezclarse con lo que quisieras, ron, cachaza, vodka, tequila, Ginebra… Una excusa más que perfecta para pasear descalzo por la playa, ahora que las arenas no eran volcánicas.

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Y en esas estábamos, metaforeando para no decir que hacía el vago, cuando comenzaron los rumores de disparos que ensombrecieron esa noche. Al día siguiente la verdad es que no había ni rastro de que hubiera sucedido alguna tragedia en los alrededores y la vida a pie de playa seguía como si nada hubiera sucedido. Así que haciendo gala de un inesperado intento de reportero me puse a preguntar por la zona.

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Obviando la masa subjetiva de turistas, los locales parecían tenerlo más claro y las versiones coincidían. No había sido en esas playas sino en el pueblo de al lado de Morro. La historia presuntamente sucedió de la siguiente manera:

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Dos paisanos, se enzarzan en una discusión, aparentemente exaltados por exceso de alcohol. La discusión pasa por insultos y acaba subiendo demasiado su temperatura, así que paisano A, se va a su casa y vuelve con su machete se enzarzar en una pelea y paisano A acaba cortando la mano al paisano B. Paisano B dice que hasta ahí podían llegar y decide irse a la población más cercana en tierra y contratar a cinco matones para que se carguen al individuo A.

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Los cinco matones llegan y cumplen su cometido y con el cadáver aún calentito, aparece una patrulla de policía. Los matones se lían a tiros con la policía y acaban hiriendo mortalmente a uno de ellos. Acabáramos. �Una cosa es que os matéis entre vosotros y nosotros podemos hacer la vista gorda, pero que matéis a uno de los nuestros es una declaración de guerra�. Más policías empiezan a llegar alertados por los primeros y al saber de su compañero muerto lo tienen claro. Aquí no va a haber detenidos. Y en lo que los primeros empiezan a intentar huir la policía los va abatiendo a tiros. Mis últimas informaciones llegaron a que ya se habían cargado a cuatro y que estaban buscando al quinto, pero no que le daban más de un par de días hasta que le encontraran.

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Llegados a este punto, uno se pregunta cuanto hay de realidad y cuanto de mentira en todo esto, pero independientemente de la ecuación, uno no puede dejar de asombrarse de la frialdad con la que se hablaba del tema y la naturalidad era la que le daba la dimensión más trágica a todo este asunto.

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Tengo unos cuantos amigos que me aseguran que vivirían sin dudarlo en Brasil. Mi experiencia, tristemente, no fue tan emotiva. Sé, y siempre lo he dicho así, que no tengo la potestad suficiente para juzgar a un país más grande con las apenas cuatro paradas que hice, pero si que me fui con algo de pena de no haber descubierto salvo en retazos de Carnaval a ese Brasil tan mágico que a mucha otra gente ha enamorado.

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Para Ludmy, que sé que le duele que diga estas cosas de su tierra y que se ha ofrecido a enseñarme el otro Brasil. Acepto, por supuesto.