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A diferencia de la afluencia masiva de visitantes en fin de semana, a primera hora de un lunes, sólo había un coche en el aparcamiento del Hayedo de la Tejera Negra cuando llegué. El madrugón había merecido la pena, comencé a caminar por el sendero escarchado con las primeras luces de la mañana en dirección al hayedo, lo iba a tener casi todo para mí y pensaba disfrutarlo hasta la última hoja.

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Siendo uno de los puntos más populares para disfrutar del Otoño en las proximidades de Madrid, son en estas semanas cuando el acceso es más riguroso y el número de coches que pueden llegar al parking más limitado, de hecho es obligatorio pedir permiso antes o si no, te tocará dejar el coche a unos 7 kilómetros antes de entrar en el Parque Natural, lo que añade un par de horas más de ida y otras tantas de vuelta.

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Ahora bien, entre semana aunque la teoría es la misma, la práctica demuestra que no hay quién controle el acceso y que la afluencia incluso en su pico álgido no llega a ocupar ni la mitad del parking final, cosa que no sabía pero que pude comprobar in situ, aunque yo, educado y respetuoso hasta la médula, tenía mi autorización en regla. No pensaba quedarme este año sin Otoño. Ni por asomo.

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Bocata y trípode eran todo lo que necesitaba, así que empecé el recorrido adentrándome en el ocre, tan solo interrumpido por una pareja de corzos que despistados se habían percatado de mi presencia demasiado tarde y que enmendaron su error en cuatro saltos que los pusieron fuera de mi curiosa mirada. Mientras tanto el paisaje, inicialmente de pinos iba dando paso a árboles de hoja caduca, que mudaban su color víctimas de la rendición de la clorofila.

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La misma que meses antes actúa dando ese color verde a las hojas. El proceso es tan simple como complicado. Las hojas, los «paneles solares» del árbol, transforman la luz solar en energía, «comida» para los árboles. Este famoso proceso, denominado fotosíntesis, utiliza la luz en una parte de la hoja llamada cloroblasto, para cambiar el dióxido de carbono y agua por óxigeno y glucosa.

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Dentro del cloroblasto está la clorofila, una biomolécula muy importante en el proceso que es la que permite absorber la energía de la luz y generar la fotosíntesis. Y además, como extra es la que le da el color verde a las hojas. Claro que no todo el año, la cantidad de luz que reciben las hojas es la misma y con la llegada del Otoño y los días más cortos, esta cantidad se va reduciendo poco a poco, la clorofila por lo tanto disminuye y con ella su color verde va desapareciendo, dejando paso a amarillos, naranjas, rojos, púrpuras y finalmente marrones.

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Todo esto no es más que una burda explicación científica, que si bien aclara el proceso, no justifica la fascinación que sentimos por esa nueva gama de colores. Y aún menos la obsesión, más allá de la fascinación que experimento yo, embriagado de colores, sombras y luces.

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Fue por eso que un recorrido que debía durar unas 3 horas, yo lo hice en casi 7, hasta que el sol se empezó a ocultar por la cima de los montes colindantes y falto de esos rayos de sol que atraviesan la frondosidad de las hojas semisecas, no me quedó más remedio que retirarme antes de que fuera la noche la que me alcanzara a mí.

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Llegué en un momento precioso al hayedo que aumenta de valor cuando sabes que de un día para otro puedes encontrarte con las hojas haciendo de alfombra tras haber desnudado a los árboles. Y enamorado me fui de allí, deseoso de encontrarme con este juego de colores el año que viene. Una cita a la que no debería faltar y si sucede por causas de fuerza mayor, que sean porque me encuentro en otro de esos pequeños rincones que también tienen su paleta de color entre amarillos, naranjas y rojos.

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