(Recupero aquí, con más de un año de retraso, algunas de las cosas acontecidas mientras visitaba la República Dominicana, porque merecen ser contadas)

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Por primera vez frunció el ceño y se puso serio. Golpeó la mesa dejando la palma de la mano sobre ella. �Brodel, si quieres ver hemblas… yo te enseñare hemblas. Coge la botella de Ron, métela en la mochila y vamos�. Me di cuenta de que no había entendido mi intento de ironía en mi frase quizás nublada por la Presidente de medio litro y las dos botellas de Ron que llevábamos. Sería mediodía. Me dispuse a seguirle por las calles de Higüey.

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Higüey fue mi primer contacto con República Dominicana. Una ciudad que quizás no suene a casi nadie, pero que realmente es la ciudad más importante cerca de uno de los lugares más conocidos del País. Punta Cana. Paraíso de recreo vacacional, kilómetros de playas adjudicados a resorts de pulserita, hamaca, aguas cristalinas y tumbonas. Un lugar perfecto para desconectar. Teniendo todo ¿Quién quiere salir del resort? Son muchos los que no lo abandonan y los que lo hacen lo suelen hacer en alguna excursión del propio hotel. Como todo el mundo sabe, República Dominicana es muy peligroso.

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Pero yo tenía otros planes en mente. No es que me hubiera vuelto un temerario, ya saben que yo arriesgar lo justito, pero tenía el divertido encargo de hacer fotos no del resort, sino de la gente, de los propios dominicanos, de como viven. La directora del hotel no estaba contenta con la idea. Con el concepto.

– No puedes ir solo por ahí. No es seguro.
– Tal y como me lo pintaís más miedo me da a mi, pero me temo que no tengo otra opción.
– Bueno, pues vete sin cámara.
– No puedo, tengo que hacer fotos.
– ¿Y no tienes una compacta pequeña? ¿Algo que no se note?
– Realmente, no, pero además no tendría mucho sentido – añadí, aunque llegado este momento ya me empezaban a entrar los sudores fríos.

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Con tales ánimos, no es que estuviera ansioso por lanzarme a las calles del país, pero tenía tres días y tenía que aprovecharlos. Higüey, por su cercanía, parecía la opción ideal para entrar en contacto con la gente. Rehusé otra opción que no fuera moverse en guagua, los autobuses locales. Puestos a sacrificarnos, hagámoslo bien. Y me lancé a ese supuesto Mad Max apocalíptico que debían ser todo aquello fuera de las murallas del hotel.

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Pero a pesar de que la primera imagen de Higüey era un poco decrépita, no parecía que hubiera mucho de lo que preocuparse. Ni tampoco grandes reclamos turísticos, salvando una descomunal basílica, que tiene la imagen más venerada de todo el Caribe (o al menos así lo reclaman ellos) y cuya arquitectura difícilmente puede dejar a nadie indiferente.

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Visto esto, y sin mucho más sobre lo que basarme, usé un clásico comodín: Buscar el mercado local. Si quieres ver como vive la gente, vete al mercado. Olvídate de puestos de souvenires (que alguno había), vete donde se mezclan gente con comida, a los callejones de puestos de madera, donde se despedaza la carne en directo, con suelos donde se mezcla la sangre con el barro. Eso si que era una experiencia.

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No tardé en olvidarme del sugestionado miedo que llevaba para adentrándome entre los puestos del mercado donde encontré más sonrisas kilos de verduras. A nadie parecía importarle que hiciera fotos y muchos posaban agradecidos con verse en la pantalla e intercambiar unas cuantas frases con alguien de �la Madre Patria�.

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El mercado era, como debía serlo, un centro de bullicio y actividad frenética. Por su laberinto pasaban gentes y vehículos, motocicletas y camiones. De hecho, eran los motoristas los que ejercían las funciones de taxistas, esperando a que los compradores acabaran de comprar todo lo que necesitaban para llevarlos de vuelta a sus hogares cargados de bolsas.

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Esperé a que el mercado se empezara a morir, acabadas las últimas compras y cerrándose los puestos a eso de las once de la mañana, para seguir paseando, vagando sin rumbo por la ciudad. El calor empezaba a ser sofocante y llegaba el momento de buscar donde hidratarse. Las calles empezaban a inundarse de música atronadora. Da igual que fuera un bar, o una casa particular, o incluso un garaje abierto de par en par. Los altavoces apuntaban fuera, hacia los transeúntes, atacando sin piedad con ritmos de bachata, merengue y algún que otro reggaeton. Hasta donde supe, no se celebraba nada en especial, más allá de esa necesidad de llenar las calles con música, para que quién quisiera pudiera marcarse unos pasos de baile. Si no eran las casas eran los altavoces de los coches, pero la ciudad se iba convirtiendo en una pequeña discoteca de desproporcionadas dimensiones con infinitas pistas de baile.

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Me acerqué a un pequeño bar donde la música no reventara mis tímpanos y sediento pedí una President. �¿Pequeña o grande?� me preguntó el camarero con una sonrisa. �Grande� repliqué presa de la sed. Fue entonces cuando un grupo sentado en una mesa me miró con desaprobación. �La grande es una mala elección. Se calienta demasiado rápido. Es mejor ir de pequeña en pequeña�. Ah, la sabiduría local. �Pero aún así, lo mejor que puede ir tomando es Ron� añadió. �Siéntese con nosotros, brodel�.

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No esperaba esta calidez tan repentina, pero era imposible denegar la invitación, así que accedí, mientras casi todas las mesas de alrededor se entretenían en partidas de dominó. La charla animada, acabó haciéndome confesar que esta no era la imagen del inseguridad que me habían vendido del país. Me alegraba infinitamente de haber visto la otra cara, mientras ellos a medio camino entre la indignación y la tristeza me aseguraban que odiaban esa impresión que se vendía de ellos. Que si, había gente mala (como en todas partes), pero mucha más que entendía la vida sin molestar a nadie, riéndose y disfrutándola. Si podía ser con una botella de Ron, mejor.

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Allá en algún momento de la segunda botella de Ron (o quizás la tercera), insinué que debía seguir mi camino. No es que no estuviera a gusto, que lo estaba, pero mi tiempo en República Dominicana era muy limitado y necesitaba asegurarme buena cantidad de fotos antes de regresar. Así que tras un par de negaciones por su parte les respondí con un �no os lo toméis a mal, yo me quedaría gustosamente, pero si me quedo aquí, cuando vuelva y la gente vea las fotos me van a decir que si sólo hay hombres por aquí�. Sólo intentaba ser una frase con un poco de malicia, pero se la tomaron en serio.

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Así fue como acabé atravesando la ciudad con una botella de Brugal en la mochila, preguntándome si hacía bien en seguirles. Al fin y al cabo, no podía considerarles conocidos y había algo en mi cabeza que seguía con ese runrun de que estaba en terreno peligroso. Cruzamos, como si fuera un videoclip, un garaje de lavado de coches, lleno de cochazos y cuatro por cuatro, donde tanto ellos como ellas se dedicaban a lavarlos al ritmo de reggeaton, justo antes de empezar a subir unas escaleras metálicas antes de entrar en un edificio. Entonces lo ví claro, la había cagado. Ahí es donde iba a perder todo mi equipo fotográfico, sería robado, apaleado… Tantas advertencias para acabar entrando en la boca del lobo yo solo.

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La puerta metálica se abrió y en el interior apareció… una enorme discoteca. Si. En pleno mediodía, con las cortinas echadas, dejando entrever la luz de fuera y lleno de gente bailando. Si, también había, tal y como me habían asegurado, muchas chicas. No pude por menos que reírme, por la situación y mi desconfianza hacia ellos. Seguimos dándole al Brugal mientras ellos obedientes empezaban a acercarme chicas para que les hiciera fotos. Era un poco surrealista, sobre todo porque yo no sabía donde meterme avergonzado y porque según se iban, las explicaciones aclaraban que eran sus novias. Esta, la otra, y la otra, y la otra… Así que brindamos por ellas y seguimos bajando la botella de Ron.

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Os preguntaréis si con este arte torero, no me habría lanzado a bailar. Juro que lo intenté, pero tras ver las miradas de desaprobación de toda, toda, toda la concurrencia opté por dejar a los profesionales del ritmo hacerlo, mientras me limitaba a observar. El sobrenombre que llevamos asociados los españoles como �los de la cadera oxidada� no es gratuito. Di buena muestra de ello.

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Una vez pasado el tiempo que estimaron conveniente, se volvieron hacia mi con una única pregunta: �¿Ya tienes bastante? ¿podemos volvernos a ir a seguir bebiendo Ron y jugar al dominó?� Faltaría más. Nos batimos en retirada deshaciendo lo andado hasta las mesas iniciales, pero yo notaba un ronroneo estomacal que me indicaba que algo no iba bien. Ah, se llamaba hambre. Caí en la cuenta que desde el lejano desayuno no había dado alegría alguna al estómago.

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�Oigan, ¿Y no tenéis pensado comer?� Me miraron con condescendencia. Nunca te pongas entre un dominicano y su ron. Sonrieron e hicieron una llamada por teléfono. �Todo solucionado�. Esperé sin rechista. A los pocos minutos apareció la respuesta. Una moto apareció por la calle y en ella venía… la mujer de uno de ellos, cargada con una tartera llena de comida. Aluciné. Me saludó, dejó la tartera encima de la mesa y se fue tal y como había venido. Sin dejar de sonreir.

– ¿Y ahora? – pregunté – ¿cómo lo repartimos? ¿Voy a buscar platos?
– No, para nada. Es todo para ti.

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Aluciné aún más y no pude rehusar la sabrosa invitación. Entonces pensé en lo ridículo que quedaba mi concepto de hospitalidad, en lo ridículo que era acusar a toda esta gente de ser un lugar inseguro y en como su definición de buena gente superaba con creces lo que cabría esperarse. Y me quedé allí con ellos, unas cuantas horas más hasta que acabó el día y con el resto de botellas de Ron corriendo de mi cuenta. No era para menos.

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(República Dominicana, Junio 2011)