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Pirineos aparecía al fondo y entre esos picos nevados se encontraba Ordesa. Una deuda pendiente. El precioso valle glaciar tallado con paciencia y miles de años de la mano de la naturaleza con cincel de hielo. Le había quedado perfecto, en forma de una U que avanzaba curvándose, como un arco que avanzaba rodeando los 2772 metros de Punta Gallinero y los 2779 metros de Punta Tobacor hasta el final del valle, donde habrían de revelarse al sobre la preciosa catarata conocida como Cola de Caballo la hilera de tres miles. Un podio formado por Monte Perdido, el Cilindro de Marboré y el Pico de Añisclo.

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Aún así, no llegaría a verlo ese primer día en el parque Natural. El viaje desde Madrid me había puesto a medio día entre sus afiladas paredes y la idea de llegar hasta el final del valle y más allá, donde se asentaba el refugio Goriz parecía imposible sin llegar de noche. Además, no había necesidad ninguna, mi idea de reencontrarme con el Otoño se cumplía perfectamente en los alrededores. Una primera toma de contacto con mi estación favorita.

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Por la forma del propio Ordesa, se puede llegar a pensar que solo hay una única ruta: la que sigue el fondo del valle, por el mismo recorrido que el río y que las rutas por cualquier otra parte son imposibles en esas paredes casi verticales a menos que seas un escalador, pero sería un error asumirlo. Después de todo basta un metro de ancho para poder caminar.

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La Faja Racón cruzaba la pared meridional del valle, por debajo de Punta Gallinero es una recorrido que parecería imposible visto desde abajo. Imposible e invisible, pues su diminuta anchura lo hacía imperceptible al ojo. Me limité a seguir las indicaciones, mientras seguía el sendero entre bosques hacia las alturas, hasta alcanzar la cota adecuada, entonces si, el pequeño sendero se bifurcaba en el barranco de Cotatuero y se pegaba a las curvas de la pared. Nada peligroso, pero desaconsejado a los que padezcan algo de vértigo.

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El regalo a una subida endemoniada era precisamente este privilegiado y delgado balcón, que ya por encima del bosque regalaba unas vistas del valle que te ponían en la correcta perspectiva. Insignificante y maravillado por la inmensidad, por las dimensiones y por la alfombra de colores que cubría las faldas del valle. El Otoño en plenitud, precioso e inmenso.

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El haber comenzado tan tarde me hacía el único transeúnte perdido por allí, para sorpresa de cabras y rebecos que acostumbrados a que la presencia humana ya hubiera acabado a esas horas, se cruzaban sorprendidas en mi camino. Una ruta circular que me llevó de vuelta al origen, eso si, después de una apoteósica bajada, casi de noche, exigente y castigando las piernas hasta la extenuación. No estaba mal para el primer día, las rodillas y las piernas respondían y el Otoño no había defraudado. Ahora si, al día siguiente me esperaba la totalidad del valle, hasta el infinito y más allá. No podía esperar.

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