Ordesa - Monte Perdido 01

El sol empezaba a iluminar los pliegues de las montañas, pero en mi camino ascendente entre rocas en la ladera Oeste, aún en sombras, el frío acompañado de soplos de viento se metía por todas partes, ignorando ropa térmica, cortavientos, gorra o bufanda. No era una sorpresa, en la tarde anterior en el refugio de Goriz ya nos habían comentando que la ascensión sería incómoda. Se preveía un día fantástico, claro y sin nubes, pero subir hasta la cima de Monte Perdido iba a venir acompañado de aire gélido a todo trapo. Ideal para acabar agotando al más pintado.

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El camino hacia los 3355 metros no podía describirse como cómodo. Saltos entre rocas y la imaginación de cada uno a la hora de trazar el sendero, desconchado, como un puzzle de piedra por montar, decorado con pequeñas placas de hielo, salpicadas a lo largo de las sombras eternas del invierno, en esos puntos donde por mucho que se esfuerce nunca llega el sol.

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Desde allí se veía perfectamente la curvatura del valle de Ordesa, retorciéndose sobre si misma, bordeando Punta Tobacor. Las que habían sido descomunales paredes desde el interior del valle, se quedaban ahora en nada. Perdida la escala, era un grieta en el terreno. La majestuosidad se la había quedado para sí el Cilindro de Marbore, que dado lo escarpado del terreno y con Monte Perdido oculto a la vista, ocupaba todo el terreno.

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Con el lago helado a mis pies comenzaba la parte más dura de la subida. Me coloqué por primera vez en mi vida los crampones en las botas, los até con fuerza y comencé a subir por la escupidera. Los picos metálicos de los crampones crujían rompiendo la nieve helada. Esenciales para poder ascender por esa superficie y evitar resbalones que acabaran con mis huesos en alguna parte nada recomendable.

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El viento, dicho sea de paso, no amainaba, helando hasta el pensamiento. Seguía mi poderosa técnica de disimular mi escasa forma parando a hacer fotos cuando en realidad quería coger aliento, pero no se podía negar que la vista era una preciosidad de esas que te hacen diminuto. Pero entre rebufo y rebufo, seguía paso tras paso, ascendiendo la nada desdeñable y empinada cuesta.

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Ese algo inconsciente que ignora el peligro y que me había hecho lanzarme monte arriba se desvanecía paso a paso y aunque no cejaba en mi empeño de alcanzar la cima, me preguntaba si no me habría venido yo arriba muy pronto y se me habría llegado la boca con la supuesta épica y esto lo puedo hacer yo. Al fin y la cabo, yo había ido a Ordesa a hacer fotos del Otoño. ¿Que diablos hacía subiendo entre nieves, clavando el piolet a cada paso hacia el pico helado más alto del parque Natural?

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Hay algo bonito en no tener plan alguno y poder improvisar sobre la marcha. Mi llegada la tarde anterior al refugio de Goriz ya me había mostrado que en esa zona pedregosa y sin bosques no iba a ver muchas hojas ocres, así que me quedaba la opción de volverme para abajo o hacer una ruta por la zona. Contaba con hacer una noche más en Goriz, así que me quedaba decidir que ruta hacer.

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Ni que decir tiene que los ojos me brillaron cuando en el refugio me propusieron la opción de ascender a Monte Perdido. En mi cabeza sonaban trompetas y fanfarrias tocadas por querubines alados. Nada como automotivarse para la gloria autoimpuesta. Venía buen tiempo (a pesar del viento) y no sabía cuando volvería a tener la oportunidad de subir a su cima.

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Sobre el plano, me habían dado indicaciones de la ruta de subida y de como usar los crampones. Y en mitad de la ruta sobre la escupidera todo iba sobre ruedas. Ahora es cuando tengo que explicar de donde viene el nombre de este último tramo. Nada que ver con los efluvios salivares que pudieran darte presa del pánico en esa pendiente rozando la verticalidad. La escupidera tomaba su nombre por ser el lugar por el que la montaña escupía a los menos prudentes y los más patosos. Un resbalón y la propia forma de la pendiente te haría salir despedido por el lateral, precipicio abajo.

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A pesar de que ese pensamiento se asentaba más y más en mi cabeza mientras pensaba en donde me había metido yo, lo cierto es que la cosa no era tan peligrosa como podría parecer. La escupidera haría honor a su nombre si hubiera mucha más nieve que cubriera las rocas. Un resbalón ahora significaría que o me comía la pared lateral de rocas o que resbalaba hasta el lago helado (quedara lo quedara de mi cuando llegara abajo), pero desde luego descartaba el vuelo involuntario. Lo que no tenía nada claro era como iba a bajar. Subir se veía lógico, pasito a pasito. La bajada no.

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Como dicen los ingleses, ya nos preocuparemos de cruzar ese puente cuando lleguemos a él. Ahora tenía que alcanzar la cima, a pesar de que el viento se empeñaba en pensar que tenía demasiado calor y no hacía otra cosa que reducir mi temperatura corporal. A pesar del frío ya había pasado la parte más difícil. La cima era mía.

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La vista desde arriba era gloriosa. Los Pirineos se extendían en todo su esplendor, bajo un día magnífico, hasta donde alcanzaba la vista. Desde allí se podía ver el Vall d’Aran, el cañon de Añisclo y al fondo el Aneto, además de inumerables picos ya más allá de la frontera en lo que era el Pirineo Francés. Una belleza sin igual.

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Avancé hasta encontrar un punto al resguardo del viento y me senté a contemplar la vista. Ordesa, el Cilindro de Marboré y el Pico de Añisclo a mis pies. Por un momento, me engañé, el mundo era mío.

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Me alcanzaron en la cima Mario y Diego, dos leoneses que había conocido en el refugio, mucho más experimentados que yo en este medio y que habrían de darme algún que otro consejo con el que afrontar la bajada con seguridad. Me despedí de los picos afilados y nevados y nos dispusimos a bajar.

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Lo cierto es que la bajada fue lenta, pero entre los crampones el piolet y uno de los palos de trekking, le fui cogiendo el truco y salvo un pequeño traspiés con los propios crampones que acabó rajando las polainas, no tuve más imprevistos. Fue cansado, si y respiré aliviado cuando regresé al lago helado. Hora de recuperar fuerzas con un merecido bocadillo… o no. Un pésimo momento para descubrir que me había dejado la comida en el refugio.

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Como veis todo un profesional de la montaña. No quedaba más remedio que seguir bajando otras dos horas más hasta el refugio con los rugidos de la tripa haciendo eco en las montañas adyacentes. La épica fanfarria había dejado a paso a una trompetilla o una molesta vuvuzela e hice de todo menos una entrada triunfal en Goriz.

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Agotado y hambriento, me merecía al fin hincarle el diente a algo, ahora si enorgullecerme de lo que había hecho y abrir una cerveza mientras nos alcanzaba el atardecer y la noche nos engullía. Nada como un alojamiento de un millón de estrellas.

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Para Diego y Mario, que hicieron que bajara sano y salvo. 🙂