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Si atravesar el Contraix para llegar a Estany Llong había sido un rompepiernas, la doble etapa que me esperaba se iba a convertir en la etapa reina de la travesía. Una gloriosa manera de cumplir la mitad del recorrido por Carros de Foc, donde mi objetivo de completarla en 5 días obviamente incluía hacer alguna etapa sobredimensionada como esta. Si, ya sé que hay gente que se hace el recorrido completo en menos de 24 horas. Ya hablaremos de esa aplaudida tortura moderna.

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Así que la etapa consistía en salir de Llong de buena mañana, con la fresca, alcanzar la Colladeta de Dellui, atravesar la zona más o menos llana de los Estany de Mario y Tort, subir hasta el Refugi de Colomina, bordear un par de lagos, marcarse otras subidita hasta el Collado de Capdella y bajar hasta el Refugi J.M. Blanc. Un plan sencillo. Sin fisuras. Todo bien atado. La teoría estaba dominada.

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La práctica comenzó perfecta. Una preciosa mañana carente de nubes, con animado cielo azul y una preciosa luz temprana que bañaba los bosques de pinos mientras abandonaba Llong en una subida ligerita con su puntito de picante, mientras el camino se iba abriendo sobre el valle de Les Riberes, dejando a un lado los casi tresmiles de Planell Gran y la Plaa de Morrano. No voy a negar que acabase resoplando, que los dos días anteriores de travesía ya habían ido haciendo mella en mi y que los músculos empezan a chirríar entre cansancio acumulado y otros pequeños desajustes que se iban acumulando granito a granito, pero mantenía la dignidad.

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Por supuesto había tenido que cruzar unas cuantas de las odiosas tarteras de pedruscos gigantescos de rocas, pero ya había asimilado que eran característica intrínseca del recorrido y que por mucho que las odiara no había forma de no lidiar con ellas, así que mantenía mi metamorfosis a cabra entre insultos y blasfemias que no reproduciré aquí, quedándome en cambio con lo bonito del recorrido.

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Recorrido que tras bajar la Colladeta de Dellui se volvió bastante insulso y aburrido, todo sea dicho. Al mismo tiempo que el camino abandonaba el Parque Nacional de Aigüestorest y Estany de Sant Maurici, el recorrido se iba volviendo más arisco, seco y un solanar muy serio, tan solo animado por alguna que otra laguna. Era poco antes del mediodía cuando el sol castigador me hizo sudar la gota gorda en la subida al Refugi de Colomina. Llegué completamente seco, pidiendo directamente una ristra de Aquarius que despaché de un trago, cual ristra de chupitos en apenas un minuto. Ni un camello lo hubiera hecho mejor. No quería reconocerlo, pero estaba bastante cansado, con un creciente dolor en la ingle y con las fuerzas justas. Nada que no curase una parada y un buen bocata de chorizo, pensé yo. Obviamente estaba equivocado.

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Me quedaba aún la mitad de mi etapa que era otra etapa en si misma, para alcanzar el siguiente refugio. Salir del Refugi de Colomina implica bordear una laguna para empezar a subir cortando curvas de nivel en el Pas de l�Os y el Collado de Capdella. Pasos cortos y un caminar lento, agotador, saltando entre piedras, aguzando los sentidos al máximo para no acabar con un tobillo torcido o algo peor entre los huecos de las rocas. No podía más. Paraba cada dos pasos, resoplaba. La mochila pesaba, la ingle me dolía a cada paso y estaba atrapado en mitad de esa locura empedrada. Me quedaba sin agua y aun quedaban tranquilamente algo más de dos horas de caminata.

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En estos momentos es cuando la mente empieza a jugar contigo y empiezas a calcular lo que te queda de camino, lo que te queda de días y que si ya nos puedes con tu vida, que te deparará el día de mañana, que seguro que se puede bajar por algún lado a algún pueblo cercano y desde ahí ya habrá algún medio de transporte que te acerque a donde tienes el coche. Moverse sin andar. Si eso ya está inventado. ¿Que hacía yo dolorido por la montaña?

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Y eso que comenzaba la bajada por un valle que era una preciosidad. No es que no pudiera apreciar el retorno del verde, el hola de los árboles, el adiós a los pasos por piedras imposibles, el sonido del agua por riachuelos y lagunas� no. Todo era precioso, de postal, con los senderos serpenteando por colinas. Maravilloso. Perfecto. Pero yo no podía dar un paso más.

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Y entonces apareció. La jugada maestra, la carta secreta, el as en la manga. Tras un giro del camino, a lo lejos, la inesperada sorpresa bañada en la cálida luz del atardecer. Sobre un lago entre bosques, entre valles, allí se erguía en mitad de las aguas el Refugi de J.M. Blanc. Desde la lejanía se veía como si a Rivendel hubiera llegado el más tradicional de los Japones. Y fue entonces, ante esa preciosidad que me encogió el corazón, cuando me olvidé de los dolores, de la pierna que apenas podía doblar, de los hombros horadados por las correas de la mochila, de la falta de agua y los lamentos que hasta ahora se habían ido acomodando en mí se quedaron repentinamente atrás muy atrás.

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Allí estaba mi laguna azul y allí entendí lo que debían sentir aquellos viajeros de antaño que tras tanto tiempo veían al fin, en el horizonte lo que era llegar a casa. Allí entendí que si no hubiera sido por cada uno de los pasos, cada una de las piedras que tan odiosamente se habían puesto en mi camino, por cada escalón y por cada metro de subida y bajada, sin haber recorrido todos y cada uno de esos instantes no habría sido capaz de vivirlo como lo viví. De emocionarme como lo hice, de sentirme feliz por estar allí. Por haberlo logrado. Lo había conseguido. Y era precioso.

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Llegué a tiempo justo de aprovechar los últimos rayos calurosos del atardecer para sumergirme en sus aguas. Estaban heladas, pero podía sentir como el frío desentumecía cada músculo, depertaba cada nervio en cada respiración, recuperando mi cuerpo. No tuve cura mejor.

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También ayudó (no lo voy a negar) que cenara como un jabato y que durmiera como un lirón para recuperar todo mi ánimo. Al día siguiente volvería a empezar de cero, volverían las cuestas duras, las bajadas terroríficas y los imprevistos� pero ahora estaba en mi Paraíso. Y pensaba disfrutarlo.

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