(Dale al play para empezar a meterte en ambientillo, el del savari que nos alejaba de Qazvin)

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Es probable que, con el tiempo, recuerde Qazvin como incompleta. Las imágenes que atesoro son las de paseos nocturnos por calles vacías, perdidos por callejones mal iluminados por bombillas rebeldes que te sumían en la oscuridad a su voluntad y te permitían ver el cielo y las estrellas. También la vimos de día, si. Pero en viernes. Riguroso día de descanso tras verjas y portalones cerrados. También fue donde descubrimos que tomarnos un café en Irán, ese que tanto se necesita por la mañana, no iba a ser tan fácil como pensábamos.

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Es probable que, con el tiempo, recuerde a Qazvin con cariño. Con morriña y nostalgia de miradas cálidas y curiosas y de gente que chapurreando inglés se acercaba a preguntar y a contarte sobre ellos. La misma gente que me vieron parado a la entrada de una mezquita, sin saber siquiera si tenía permitida la entrada y me invitaron a pasar, para explicarme que era la casa de todos, que era bienvenido sea cual fuera mi religión, que por supuesto podía hacer fotos en su interior y que les parecía indignante que esa misma mezquita no apareciera en la Lonely Planet, antes de enzarzarse en una acalorada discusión entre ellos para elegir cual de los tres restaurantes que había por el centro era el idóneo para nosotros.

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Es probable que con el tiempo, recuerde mi visita a Qazvin como atípica. A menos que vuelva, no sabré como es el interior del Palacio Real, el Chehel Sotun, ni habré visto más que de refilón y desde un taxi el Jameh Mosque, ni el Shazdeh Hosein. A día de hoy no me importa demasiado. Supongo que a pesar de las inevitable parada turísticas, los monumentos iraníes no dejaban demasiada huella en mi, al menos no la suficiente como para cambiarlos por el callejeo desordenado. Fueron un par de días bastante caóticos, con una visita al valle de Alamut entre medias, recién salidos de Teherán y en esa carrera mental por intentar entender a marchas forzadas como funciona un país desconocido. Lo que viene a ser, en resumen, estar bastante perdido.

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El bazar desolado del viernes, lejos del imaginado bullicio diario, nos dejaba infinitos pasadizos perdidos y huecos donde solo algunos puestos de verduras, fruta y algún que otro pescadero y bar se alzaban con la categoría de oasis en aquel desierto opaco, con bombillas y tragaluces por soles, donde seguíamos siendo objetos de miradas robadas y saludos con sonrisas. Una actitud que se mantuvo incluso cuando pasamos a una zona de mucha más frenética actividad en la parte del mercado de aves de corral y pájaros. Lo de frenética es simplemente por comparación, seguíamos moviéndonos en la escala de calma absoluta.

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Podríamos haber estado un día más, intentar cogerle el pulso a la ciudad en pleno funcionamiento, pero nos gustó así, inacabada. Dejando el resto para la imaginación. Tampoco teníamos todo el tiempo del mundo, sobre todo al considerar que mis problemas de visado habían reducido a dos las originales tres semanas de viaje, y había una serie de puntos �obligatorios� que no queríamos perdernos.

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Masuleh no era uno de ellos, pero en algún momento nos cruzamos con su imagen de pueblo escalonado sobre unas laderas verdes y se convirtió en un nuevo obligatorio. Llegar no era tarea cómoda. Un viaje de una dos horas desde Qazvin hasta Rasht, después buscar alguna manera de llegara a Fuman para encontrar un tercer transporte que nos llevara a Masuleh. Todo esto en viernes, con el servicio de autobuses reducido a su mínima expresión. Pero el poder de las imágenes y la falta concreta de planes se conjuran así. Había que llegar. Era el momento de descubrir una de las alternativas de transporte más interesantes de Irán. Los savaris.

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Un señor con galones, de corte aparentemente militar, nos recibió en la estación de savaris de Qazvin, el único punto que mostraba un poco de movimiento en la ciudad. Los savaris no son otra cosa que el transporte compartido donde generalmente unos taxis hacen las veces de bus de línea para quién lo necesite. Obviamente, si no quieres compartir se mantiene como un taxi en el que tu te haces cargo de todo el gasto. Si quieres compartir, pues toca esperar a que se llene y el gasto se divide entre cinco, aunque suele pagar más el que va sentado en el asiento de delante, junto al conductor. Esta diatriba aclaratoria puede parecer lógica, pero a nosotros nos costó sangre y sudor entenderla. Que si nos vamos ya, que no queremos taxi, que esto no es taxi, que si nos han dejado esperando una hora, que si ahora me tengo que cambiar al asiento de delante, que si ahora tengo que pagar más. Siguiendo nuestra carrera desorganizada seguíamos como balsa a la deriva, sin enterarnos de nada.

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Pero en esos pocos días en Irán, ya habíamos aprendido a confiar de la gente, ni siquiera cuando no sabíamos que estaba pasando. Así que tras una hora de espera nos pusimos en marcha y ni siquiera movimos una ceja cuando el savari abandonó una autopista por un hueco de la carretera, se metió durante 200 metros por un camino de tierra abandonado, hizo un giro por aquí, otro por allí y enganchó por algún atajo con otra autopista por un punto indeterminado. La normalidad de nuestra anormalidad llegan siempre a ser de los contrastes más divertidos de un viaje. Aunque tu instinto de supervivencia te dicte lo contrario.

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Hacer un recorrido hacia el norte del país, implica inevitablemente encontrarte con montañas. Sean directamente los Elburz o cualquiera de sus reducidos secundarios. Así que el paisaje se volvía más y más escarpado y montañoso y comenzaban a aparecer las primeras nubes. En esas clases de geografía cuyos conocimientos prácticos nunca aprecié hasta estos momentos, las montañas hacen de barrera natural antes las nubes que vienen del norte, especialmente si se forman en un mar inmediatamente superior como el Mar Caspio. De igual manera que los Pirineos y parte de la cordillera Cantábrica hacen que en España tengamos una cota de sol mayor que la de nuestros vecinos europeos, el norte de Irán tiene un clima radicalmente diferente al que está al Sur de los Elburz. Traducido: Como si de la escena final de Terminator se tratase, nos dirigíamos al corazón de la tormenta.

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En la involuntaria asociación de ideas que convierte a Irán en un desierto, no entraba en nuestros ni siquiera el concepto de lluvia, así que cuando nos alcanzó la tormenta fue un tremendo shock. A pesar de todo, el concepto de agua a raduales, de charcos en mitad de la carretera no parecía inquietar a nuestro conductor, que mantuvo la velocidad de crucero, ignorando el hecho de que los vetustos limpiaparabrisas no fueran capaces de achicar la tromba de agua, ajeno a las necesidades anfibias del savari y a conceptos tan nuestros como el aquaplanning o la distancia de seguridad.

(Música, luces, cámara, litros de agua enloquecida… acción!)

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Convendrán conmigo que ver las luces rojas del coche delantero encenderse entre cataratas mientras circulas a alta velocidad en un coche que no conoce freno alguno tiene su punto aterrorizador, por mucho que el conductor permaneciera impertérrito o incluso dándole sin temor al claxon para poder acelerar un poco más. Respiré aliviado cuando entramos en la ciudad, no porque las posibilidades de accidente fueran menores, que no lo eran, sin porque al menos tenían menos probabilidad de ser mortales.

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Con el respirar nos planteamos una nueva incógnita. Habíamos llegado a Rasht, pero por lo que pudimos deducir y discernir de nuestras conversaciones con los locales llevaba lloviendo una semana y no había en un futuro próximo previsiones de cambio. Un atisbo de cordura en medio del diluvio universal en calles inundadas nos hizo ver que llegar a Masuleh no iba a ser tarea fácil y si lo conseguíamos lo más probable sería que nos aguardaran varios días de quedar encerrados en las casas escalonadas. No parecía un plan coherente para las limitaciones de tiempo. A nuestro pesar y sin mucho margen de maniobra había que deshacer lo caminado y volver a los obligatorios originales. Cambiábamos el rumbo hacia el Sur. Destino Isfahan.

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Esto añadía otras agradables 10 horas de viaje, abandonando la ira de los cielos y adentrándonos en la noche al ritmo de los culebrones iraníes en la pantalla del bus. Eran las once de la noche cuando llegamos a Isfahán. Nos dolían los huesos y teníamos el culo carpeta. Solo nos quedaba encontrar hotel. Malo sería que no hubiera un cuchitril donde dormir. Nuestra primera opción nos dio una bofetada de realidad.

(A tope con los culebrones en el bus, emoción, humor, drama, amor…)

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(Lembas para el camino. Para este y para todo el viaje. Alimento infinito por menos de un euro)

�Estamos llenos, mister. Nosotros y todo Isfahán. Son unas festividades importantísimas [creo recodar que me dijo Eid al Adha] y me temo que no habrá una cama libre en toda la ciudad�. A estas alturas de la película no sabíamos que la oferta hotelera de Irán es bastante reducida y las ciudades se llena rápido. Llegar a las 11 de la noche no ayudaba. Cargado de amabilidad se ofreció a llamar a unos cuantos hoteles. Unos segundos de espera para ir cavando más y más nuestra tumba. Efectivamente, no nos había mentido. Isfahán estaba lleno.

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Al menos hasta que alguien se fuera la mañana siguiente. Pero nos quedaba una noche y la verdad es que no nos apetecía pasarla en blanco. Denegada humildemente nuestra petición de quedarnos en los sofás del hotel, solo parecía posible coger un nuevo taxi e irse a algún lugar de la periferia o incluso otra localidad y probar suerte allí. No parecía muy prometedor. Y entonces llegó la propuesta: �¿Os importaría dormir en tienda de campaña?�. La desesperación nos habría hecho decir que si a una cama de pinchos, así que sin tener muy claro que hubiésemos entendido correctamente, asentimos. �Es un sitio precioso, está un poco en las afueras, pero tiene vigilancia policial y es como un parque, con un lago�. Idílico. Y nosotros pensando en dormir en la ciudad y perdérnoslo. Locos, que éramos unos locos.

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Volvíamos una vez más a un taxi, donde el conductor recibía atentamente las instrucciones del hotelero, una perfecta parrafada en persa para ponernos en marcha en mitad de la noche solos hacia un lugar desconocido. Volvíamos a la perdida absoluta del control de la situación y pensaba que si esto hubiera sido otro lugar del mundo habría sido muy probable que no hubiera entrado en ese taxi hacia lo desconocido ni loco, pero hay en los persas un halo de confianza que te empapa y al que había que rendirse. De hecho, cuando llegamos a nuestro destino, el conductor no se limitó a dejarnos allí, si no a hablar con unos y con otros, a explicarles quienes eramos (unos ignorantes de almas desvalidas), que necesitábamos y mientras fueron mandando de un lugar a otro, esperó pacientemente con nosotros hasta que estuvo al cien por cien seguro de que estábamos en buenas manos.

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El idílico lugar no era sino un conglomerado de calles asfaltadas con unas hileras de árboles y con centenas de tiendas situadas por doquier. No había ni estrellas, ni luna, ni un precioso estanque con patitos, y si el tremebundo ruido de la autopista adyacente. No esperábamos menos y a pesar de que solo contábamos con saco y que nos dejarían una tienda de campaña no podía esperar para descansar aunque fuera en el duro suelo de la tienda sobre el asfalto. Ah, viajar. Ese placer. Volvíamos a estar en manos desconocidas, esta vez del dueño del camping. Después de un periodo de tiempo relativamente grande intentando comunicarnos, pasamos al pictionary físico. Es decir: apunta con tu índice y entiende.

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Nos ofreció un plan B. Dormir en un container, preparado para estas lindes. Habría que pagar un poco más, pero solo el hecho de no tener que montar la tienda compensaba las toneladas de mierda, roña, olor a shisha, calzoncillos sucios y mantas que no conocieron en su larga vida lavado alguno. No podíamos quejarnos. Nuestra propia habitación, con radiadores cochambrosos que funcionaban por conexiones imposibles de enchufes (y que optamos por apagar ante el riesgo de salir ardiendo en mitad de la noche). Eran las 3 de la mañana y al fin podíamos descansar. Dormiría sobre una montaña de inmundicia (ya habría tiempo de buscar un nuevo alojamiento y ducha al día siguiente), pero pensaba hacerlo hasta bien entrado el día y a pierna suelta. También en eso me equivocaba.

(He aquí, nuestro indeseado despertador)

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(Puro lujo)

No eran ni las 8 de la mañana, cuando la música empezó a sonar. A todo volumen. Con un altavoz situado a un par escaso de metros y con música tradicional de feria. Abrimos un ojo, legañoso, todavía sin dar crédito y mirar por la ventana. Nuestra habitación container estaba junto a un parque infantil, cuyos dueños habían decidido que ya era hora de avisar que estaban abiertos. Welcome to Isfahan.

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Más: Galería de fotos de Qazvin y el viaje inacabado.