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No sabíamos muy bien que hacíamos allí ni hacía donde nos dirigíamos. Los acontecimientos se habían disparado con un monosílabo. En el momento que pronunciamos el �si� la maquinaria iraní se había puesto en marcha y habíamos acabado formando parte de una familia con un plan definido y algo opaco, cosas del idioma, para nosotros. Zahra se nos había aproximado el día anterior, pulcramente vestida de negro con un hiyab elástico que mantenía todo su pelo a cubierto, sin dejar escapar un solo mechón. Joven, con una sonrisa preciosa aderezada con un pequeño brillante en un diente y con un inglés exquisito, había comenzado una amigable charla que no tardó en completarse con una invitación. �¿Venís mañana a celebrar mi cumpleaños?�

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A pesar de que todas las indicaciones recomendaban aceptar las invitaciones locales en Irán, tuvimos nuestras dudas. Es difícil romper esa barrera que separa a un desconocido, traspasar nuestra educación, la misma que te permite tener una conversación con cualquiera, para acabar acogiendo al extraño, al otro, en el seno de tu familia. Obviamente, la curiosidad podía a las dudas: aceptamos. Con ciega fe, sin saber muy bien que, quien, como, porque� solo el cuando.

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A las 9.30 de la mañana la familia de Zahra aparecía en dos coches listos para recogernos. Cada uno comandado por uno de sus hermanos mayores, una esposa Leila, dos hijos y una abuela. Zahra había cambiado su vestimenta negra por una más festiva y ligera, que permitía ver su algo más de su pelo. No parecían tener mucha prisa por llegar, así que mientras nos llevaban por algunos de los iconos de Isfahán, aprovechábamos (además de para los clásicas e inevitables paradas para un chai) para hacer compras: pollo, doogh� y sobre todo pan. Un montón de pan.

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Lo del pan en Irán es alucinante. Sea la hora del día que sea, siempre habrá cola en las panaderías. Su pan, fino, crujiente y circular se hace al instante en piedras redondas sobre un horno de leña, que los panaderos despegan para lanzar por los aires hasta una mesa donde se enfría antes de poder llevártelo sin ampollas en los dedos. Ni que decir tiene que la gente se lo lleva por decenas y hay unas cuantas variedades añadiendo frutos secos o especias.

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Lo que nunca nos quedó demasiado claro era si íbamos a una casa en el campo, al campo propiamente dicho, si íbamos a otra ciudad, si nos encontraríamos con más gente o si era un lugar privado. Pero tras dos horas de desierto el coche empezó a adentrarse en un valle frondoso. Lleno de verdes bosques que brotaban a ambas orillas de un río de aguas cristalinas. Si había que desafiar la equivocada imagen desértica de Irán, Markadeh aportaba las pruebas suficientes para los escépticos.

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No era un lugar privado sino un recodo bien conocido por los iraníes de la zona, que extendían sus alfombras entre los árboles para darse al noble y delicado arte del picnic. Un poco de carbón, un fuego y unas ascuas para empezar a preparar a la vez la comida, el té y las shishas. El té, porque si no lo tienen cerca es como si les faltara el aire y las shishas porque añaden además el sosiego que merece un día de relax� la comida mientras tanto no llevaba prisa. Se preparaban los pinchos de pollo mientras se animaba el estómago con dulces entrantes.

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Dos extranjeros como nosotros en un lugar carente de ellos llamábamos, una vez más, mucho la atención, pero la curiosidad persa va siempre asociada a la hospitalidad, así que sin saber como negarme acabé sentado en otras alfombras, comiendo otra comida (en pequeñas cantidades, las justas para no ser maleducado con la invitación y mantener el apetito para con mis anfitriones originales).

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El chapurreo del inglés por muy básico que sea, unido a una pizca de voluntad, siempre abre puertas, allana caminos y permite, aunque estés en confines remotos, comunicarte. Aunque llegado a este punto creo que podría asegurar que muchas veces se puede obviar el idioma y basta con la voluntad, la sonrisa y la mímica, porque muchas veces, percatándome de que el inglés era también un forastero, acababa hablando en español y me entendía igual de bien (o de mal).

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(Doogh, me costó, pero acabé amando este brebaje de yoghurt fermentado y carbonatado)

A la comida (la auténtica y segunda para mi, cual buen hobbit) le seguían postres, más shisha, más conversaciones y remojones de pies en el río hasta que más o menos a la misma hora, cuando el sol empezaba a caer, todo los asistentes empezaron a recoger pero no para volverse a casa, sino para seguir el mismo ritual casi simultáneamente. Primer paso: llegar al pueblo más cercano y ponerse en la cola para usar los baños.

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Segundo paso: volver a coger el coche para ir a otra zona de bosque cercana y volver a preparar un fuego para merendar, también al unísono. Las hogueras se sucedían para la siguiente parte que no era sino tostar maíz. Mazorcas deshojadas y cortadas, listas para pasar por las brasas antes de remojarse en una agua salada y acabar siendo devoradas al ritmo de la música del móvil. Buen invento. No podía negarlo.

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Me resultaba curioso la tranquilidad con que los niños (que sin considerar el idioma como una barrera se habían hecho amigos de nosotros a una velocidad inusitada) veían todo con una tremenda naturalidad sin miedo alguno al fuego, las ascuas o los cuchillos, mientras que los padres, pendientes aunque fueran con el rabillo del ojo, les dejaban a su libre albedrío.

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Probablemente a algún padre de esta sociedad tan urbanita nuestra, le escandalizaría ver como su hijo se acercaba a las llamas para echar unas ramitas por su cuenta, pero allí se asumía como normal. Como un proceso de aprendizaje. A pesar de los jugoso que podría ser este debate, no me veo en la capacidad de juzgar que es mejor o peor.

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El sol se despedía de nosotros, pero el día no había terminado todavía. En algún momento del viaje de vuelta a casa nos dimos cuenta que no íbamos por el mismo camino y que las señales que apuntaban hacia el centro de Isfahan no concordaban con nuestro movimiento. En efecto, nos habíamos desviado para llegar hasta� su casa. En un arrebato de hospitalidad suprema nos habían llevado hasta el interior de su casa. Y no pensaban dejarnos salir de allí sin cenar.

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La vida en Irán transcurre la mayoría de las veces de puertas para adentro. Es por eso que es tan especial el ser invitado a una casa, porque tienes la posibilidad de traspasar las asépticas fachadas y poder ver como viven de verdad las familias. El patio nos recibía abriéndose a un enorme salón diáfano cubierto por una gigantesca alfombra y tan solo decorado algún discreto mueble en los lados. Este es el corazón de la casa, abierto de par en par, lugar de reunión, de estar y de comer. Nos sentamos directamente sobre la alfombra, recostándonos sobre unas almohadas y a pesar de nuestra sorpresa y negaciones empezó el desfile de comida. Zahra mientras tanto se cambió de ropa y hiyab por uno más cómodo. Debía ser yo el culpable de incluso en el interior mantuviera su cabeza tapada, pues aunque las rígidas costumbres se relajan de puertas para adentro, seguía sin estar permitido que yo, un no familiar, le viera el pelo.

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Los niños jugaban y correteaban por todas partes, el abuelo se nos unió para cenar, los vecinos se acercaron a saludar y acabamos siendo el centro de atención durante un rato, hasta que tuvimos que negarnos, esta vez, con mayor firmeza a ser sus invitados durante la noche y quedarnos a dormir con ellos. Nos habría encantado, pero nos parecía abusar tremendamente de ellos y optamos por volvernos al hotel. Zahra volvió a cambiarse antes de acompañarnos al hotel. Si bien, después de todo el día con ellos me seguía siendo imposible tocarla, me tuve que despedir desde la distancia con la mano sobre el corazón y una leve reverencia, mientras que los hermanos me atiborraban a besos y me despedían con un �eres mi hermano, aquí siempre serás bienvenido�.

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Es complicado definir con palabras lo maravillosamente bien que nos sentimos después de ese día y aunque sabíamos que es la costumbre persa ser unos perfectos anfitriones no podíamos sino estar agradecidos por esa familia que sin saber nada de nosotros nos había acogido, cuidado y mimado como si fuéramos unos más. Y entendimos porque ese monosílabo, ese �sí� pronunciado dubitativo ante una invitación había sido el mejor sonido que habíamos podido hacer.

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