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Las pequeñas y arenosas calles del poblado de Malapascua, en su laberinto ordenado, se sentían raras al coro de los �Merry Christmas� que las inundaban, pero pasado el shock de recibir estas fiestas en chanclas, bañador y crema solar y después de cerciorarse que no era ninguna broma, se vivían con asombrosa naturalidad. De hecho, la cercanía de los vecinos de esta pequeña y remota isla filipina, se palpaba en el saludo navideño en cada encuentro, fuera o no con conocidos. Las motos, los únicos elementos motorizados por tierra, rugían entre esos caminos imposibles, llevando a cantidades de gente igualmente imposibles. No es que se hubiera cambiado mucho la dinámica tropical de este tranquilo lugar, pero se notaba un ligero aceleramiento en el ambiente. La isla estaba de fiesta.

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Pues si, este año he pasado las fiestas entre peces, algo de calor, unas cuantas tormentas y rodeado de aguas turquesas. No es que huyera específicamente del frío, pero no puedo quejarme de donde he acabado. La culpa de todo la tiene la verborrea de Pak, que me hizo una oferta de esas que no se pueden rechazar, al arrullo de botellines de cerveza y algo de picar y aprovechando una frase, un despiste en medio de un susurro para entrar a matar. �Tengo muchas ganas de bucear�, le confesé hace unos meses. «Darme una buceada buena, de las que me llevaron a enarmorarme de vivir bajo el agua y no los remojes dispersos con que he saciado el mono en los últimos años.»

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�En Diciembre buscaré centro de buceo para hacer la temporada. Vente y buceamos juntos�. El anzuelo estaba lanzado y el canalla esperaba pacientemente a que picara. Yo sabía que era irresistible, que tarde y temprano tendría que lanzarme a cogerlo con fuerza. �Puedes aprovechar y te haces el Divemaster. Lo puedes hacer en un mes y medio�. Maldito. Bucear hasta que me salieran agallas, volver a coger la mochila durante un mes y pico y encima acabar con un título que me abriera la posibilidad (si la necesitara) de poder usar el buceo como modo de vida. Repoker, escalera de color, órdago y cobra 20.000 monopoly dollars sin pasar por la casilla de salida.

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Hay veces que la gente te propone planes a los que por mucho que busques no puedes poner ninguna pega, así que acepté. Pak se volvía a Malapascua, su Malapascua querida y yo me adentraba tras su rastro en la para mí desconocida Filipinas. Sinceramente, cuando termine este periplo no podré decir que he conocido el país, pero seguramente y con aún un mes por delante, si podré decir que me llevo y siempre me llevaré un trocito de Malapascua.

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Buscarla en el mapa es abrumador, apenas 2,5 kilómetros de largo por 1 de ancho, un remoto islote perdido en las aguas entre las más de 7000 islas de Filipinas. El fatídico nombre se lo dieron un grupo de colonizadores españoles cuando su barco quedo varado allí en el día de Navidad. Más de cinco siglos después, la Pascua ha sido para mí otra historia muy diferente. Solo con volver a reencontrarme con el sudeste asiático ya estaría pagado. Vuelta a las sonrisas, a la amabilidad intrínseca del que no sabe vivir de otra manera más que agarrándose a la felicidad, el buen humor.

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No siempre fue así. Hace dos años Yolanda acabó con todo.

Un tifón megadestructivo que se cobró seis mil trescientas vidas ostentando el triste récord de ser un devastador del país, el más intenso en tocar la tierra. 315 kilómetros hora de destrucción y muerte. Si Filipinas sufrió sus dramáticas consecuencias y en todo el sudeste asiático afectó a 11 millones de personas, ¿que podría hacer estos pequeños kilómetros cuadrados contra el Titán? Absolutamente nada. Malapascua fue arrasado.

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Dicen, comentan, cuentan que a pesar de todo no murió nadie y que la misma noche que todo desaparecía nació un niño en la isla. A los locales les gusta aseverar con cierto orgullo que Yolanda 0 – Malapascua 1. No pudo con ellos. Quedó eso si, la desolación, pero también la dignidad de los que lo han perdido todo y solo pueden ponerse a trabajar sin mirar atrás para recuperarlo. Malapascua volvería a brillar y no quedaría abandonado a la merced de los elementos.

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Antes de eso, esta pequeña isla ya era conocida por todos los amantes de la vida submarina. En su pequeña superficie no habría mucho que hacer, pero bajo sus aguas bullía la vida en sus arrecifes. La desgracia se cebó con ellos, Yolanda pasó en un momento de marea baja, donde ni siquiera quedaba la protección de las aguas. Golpeando y arañando también la joya de la corona. Todo parecía perdido.

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Fue entonces cuando llegó la ayuda. Y no lo hizo precisamente de parte del gobierno, sino de muchos amantes de este pequeño paraíso que se movilizaron para devolverlo a la vida. Campañas de crowdfunding, proyectos, donaciones y una legión de voluntarios que llegaron a esta, su segunda casa a ver como podían ayudar. Algunos se acabaron quedando y formando parte de esta comunidad tan especial, que ya no mira al extranjero sino como a un hermano. Indudablemente mucho ha cambiado la llegada de occidente a esta islilla marina y sin embargo es admirable como han trabajado todos por un proyecto común. El buceo es sin lugar a dudas el motor de este rincón, catalizador de la simbiosis entre locales y extranjeros.

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Las escuelas de buceo llegaron para que se pudiera disfrutar de los fondos marinos y su jugada maestra estuvo en contar con los pescadores y locales como guías en las zonas de inmersión. Antes se respetaba poco esos fondos marinos, víctimas de la pesca con dinamita, pero al igual que en las reservas y parques naturales de Africa, muy pronto se aprendió que vivos reportaban más beneficios que muertos. Ahora son los locales los que te llevan por sus fondos marinos, los mismos pescadores reconvertidos en protectores de su entorno. Y es por tanto una salida laboral para muchas familias de la isla.

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Fueron 48 horas de viaje interminable hasta que pude poner los pies en sus arenas. A la interminable combinación internacional hasta Manila se unió otro vuelo interno hasta la isla de Cebú y desde allí un ligero autobús de casi cinco horas hasta su final norte, lugar de salida del barco que había de llevar a descubrirla en el horizonte. Ni sentía ni padecía en aquellas aciagas horas víctima del jet lag, el cansancio y las horas de viaje y esperas, pero tarde poco en encontrar una habitación en la que vivir y adoptar y sentirme adoptado por la familia que me cuida. Tardé más de lo habitual en hacerme con un plano mental de la zona, carente de toda lógica urbanística, por donde retumbaban los bajos de los equipos de sonido, se mezclaban con el omnipresente bullicio de los gallos y aparecían y desaparecían las casas entre naturaleza, maderas, chapas y alguna que otra construcción de ladrillo.

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Ahora vivo con jardín, tengo ventilador y ducha de agua fría, según salgo a la calle me reciben con una sonrisa. Ya empiezo a ser una cara conocida entre algunos de los locales y restaurantes que me saludan por mi nombre (la pronunciación es lo de menos), y de algunos pequeñajos que esperan que me detenga un segundo para lanzarles por los aires. No tengo cocina, pero voy al mercado (o los pequeños puestos que ostentan ese nombre) a por fruta, tenemos una tienda que no abarca más de 10 metros cuadrados a la que llamamos cariñosamente el Corte Inglés (si lo que buscas no está ahí, no está en la isla y es probable que te toque un viaje de vuelta a Cebú y gastar dos días par conseguirlo), hemos aprendido a hacer cálculos a largo plazo para poder sobrevivir sin cajero y aguantamos con estoica paciencia las esperas de horas hasta que en los restaurantes tenemos la comida en el plato.

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Los sábados hay fiesta, música, bingo y casino, las canchas de baloncesto se convierten en discotecas cuyo sello es un brochazo de pintauñas en el meñique. Puedes llegar a las playas del extremo norte de la isla en apenas una hora caminando y pensar que has dejado todo atisbo de civilización detrás. Solo camino descalzo o con chanclas, por mucho que los golpes me insinúen que debería hacer lo contrario. Espero con ilusión el atardecer cada día junto al mar, aunque las nubes y el caótico clima tropical se empeña en darme una de cal y una de arena.

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También buceo. Mucho. Madrugo de vez en cuando a sabiendas de que el tiburón zorro se va a hacer el duro conmigo, pero el amanecer compensará el paseo en barco con creces. Buceo durante el día, en arrecifes de la zona, entre tiburones, rayas, sepias, calamares y mas peces de los que sería capaz de recordar. También por la noche, despidiendo el día a bordo, antes de sumergirse con una linterna en las aguas y descubrir que en esas horas es cuando el mar rebosa vida, que es cuando luce la luna llena cuando los mandarines se aman. Me maravillo de sentirme ingrávido, capaz de controlar cada vez más los movimientos del caprichoso mar. Me acuesto con leves mareos de tierra, sonriendo al sentir el ficticio mareo de las aguas.

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He hecho amigos. Muchos. Muy buenos. No solo los reencuentros con los que se han cruzado medio mundo y hemos acabado coincidiendo en este imposible recodo, sino todos los que pasan por allí al arrullo de la escuela Buceo Malapascua, esa gran familia, capaz tanto de de hacerte bajar a las profundidades como de darlo todo en un karaoke, de encuentros sin quedar para la última (o primera) cerveza sobre un círculo de puffs mientras se apaga el día, las mesas interminables para cenar en las que alguien tiene que irse a buscar más sillas, que aquí si cabemos todos.

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Así he pasado mis últimos días de 2015 y así pasaré los primeros de 2016. Como en casa. En una isla diminuta en el Pacífico.

La vida puede ser maravillosa.

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Feliz 2016 a todos.

Malapascua NYE!

Mucha más info:

Si vienes a Malapascua y quieres bucear, o si vienes y no sabes si quieres bucear: Buceo Malapascua.

Más fotos de estos primeros días en Malapascua.

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