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Malapascua no merecía un final así.

Tendría que haber sido de otra manera. Un amanecer pintado por Turner, un atardecer de cielos en llamas mientras la isla se desvanecía en la oscuridad, el hipnotismo de la mirada oscura, intensa y cercana del tiburón zorro bajo las aguas, niños haciendo piruetas sobre camas de algas a la espera de que bajara la marea y la playa se volviera un campo de fútbol, el turquesa de las aguas.

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Tendría que haberse despedido con el alba sobre las olas en los viajes a Monad, las aguas frías entre puntas blancas y las cuevas submarinas de Gato, la emoción de descubrir las facciones disimuladas del pez sapo, aguzar la mirada para encontrarse con el caballito pigmeo, embobarse con los coloridos jardines de corales blandos mecidos por las corrientes de Lapus Lapus, iluminar en la oscuridad submarina a la esquiva gamba arlequín, sentirte ingrávido junto al acompasado aleteo de una raya águila, desaparecer en al inmensidad azul de Kimud.

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Tendría que haberse cerrado con un paseo por la paradisiaca lengua de arena de Kalanggaman, sintiéndome afortunado de contemplar esas vistas o entre las destartaladas calles del barrio cuyas intrincadas callejuelas de polvo, tierra, barro, asfalto quebrado y atajos de inmundicia ya conocía al dedillo. O esperando con ansias la pitanza de las cazuelitas desperdigadas, que �la isla bonita� hubiera preparado rollitos de dinamita para comer y que no hubiera llegado lo demasiado tarde como para haberme quedado sin berenjena y sin calabaza.

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Tendrían que haber sido unos ridículos 20 pesos de moto hasta las preciosas playas del Norte, la subida al faro para sentirte el rey de ese minúsculo mundo, volver a casa en la oscuridad cautivado por un cielo encandelado de estrellas (si la luna lo permitía y si las lluvias que normalmente dejaban las calles inundadas no te obligaban tener que estar mirando donde pisabas). Incluso podría haber sido el estupor al descubrir que los cocteles del dos por uno de la happy hour habían reducido su tamaño a la mitad o las risas ante las interminables y previsibles esperas de más de hora y media para cenar ante la parsimonia de los camareros.

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Merecía haber sido lleno de color. Merecía haber sido de otra manera.

Sin embargo, enfermé.

Dos veces.

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La primera comenzó con un taponamiento, una reducción gradual de volumen del mundo que me dejaba atrapado entre silencios. La maldición de los buceadores: una infección de oídos. De ambos. Mientras mis alrededores se quedaban en un murmullo, el dolor empezaba la invasión de mi cabeza, escalando en intensidad, convirtiéndose en suplicio, reventándome por dentro. No soy un experto en estos tormentos pero las cotas de dolor físico superaron todo lo que había conocido.

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Cuando me encontraron en la habitación lo que quedaba de mí era un mar de mocos y lágrimas intentando arrancarme la cabeza con mis propias manos. Agujas de vudú que me atravesaban el cerebro ignorando los analgésicos, cuyo efecto era tan efímero que me arrastraba a la desesperación.

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Malapascua no tiene servicio médico. La gente se sana por experiencias seculares que se transmiten por el boca a boca, pociones, supersticiones y diagnósticos propios de dudosa efectividad. En suma: por prueba y error. Preguntas que hacen de tu propio instinto un ficticio experto en la materia. El Corte Inglés, la tienda que nos abastecía prácticamente de todo también disponía un elegante surtido de medicinas repartidas entre cajas de cartón y recipientes de plástico. Que la dependienta tuviera un conocimiento claro de su utilidad era otra cuestión.

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Las prescripciones se reducían a análisis básicos y superficiales: esto para el dolor de cabeza, esto para la congestión, esto para los ojos, esto para los oídos. No quedaba mucho margen para el debate: o aceptabas o hacías la mochila y te ibas en un viaje de cinco horas a través de barco y autobús al hospital más cercano en la ciudad de Cebú. Acepté y al elegir entre la medicina o la magia, entre las gotas genéricas para la infección o que me insuflaran humo de tabaco en el oído, me quedé con el atisbo de ciencia. Y volviendo al momento en que me encontraron deshecho como un despojo, podemos concluir que no surtieron el efecto deseado. El dolor me estaba carcomiendo.

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Quiso el azar que entre los ilustres habitantes temporales de la isla se encontrara una enfermera cargada de provisiones médicas y de, esta vez si, sabiduría para usarlas. Nunca le agradeceré lo suficiente el mutismo del calvario que se produjo cuando el Nolotil entró inyectado en mis adentros. Tampoco hay palabras suficientes de gratitud ni para su suministro de antibióticos que pudieron controlar la infección ni para su abnegación al quedarse cuidándome cuando no era más que una piltrafa. Bendita seas, María.

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El dolor como modo de vida desapareció dos días después, pero no la sordera. Seguía mimando los oídos sin ningún avance aparente. Había que hacer la mochila y el pesado viaje hasta Cebú y el hospital. El veredicto del doctor fue claro e instantáneo: �Tienes agua atrapada en el oído medio, producida por un bloqueo por inflamación en las trompas de eustaquio�. No conllevaba más gravedad que la de una espera de dos o tres semanas, el bloqueo iría remitiendo y los oídos destaponándose. El oído, ese órgano maravilloso y tremendamente delicado, sensible como pocos a los cambios de presión. Tenía prohibido bucear. Tenía prohibido volar. La sentencia me dejaba atrapado. Regresé a la isla a esperar el paso de los días en una cárcel de agua y corales en la que no podía sumergirme.

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En ese pequeño edén envenenado dedicado en su mayoría a descubrir y disfrutar de los misterios de las profundidades, veía las botellas de aire ir y venir, a los animados buceadores embutidos en neopreno embarcar y desembarcar. Me torturaba cada día imaginando las esquivas especies que habían encontrado ante ellos. Me había convertido contra mi voluntad una especie de secano entre regadíos, un olivo entre arrozales, un error en la ecuación. La espera se volvía frustración mientras los días se me iban.

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Hice lo único que podía hacer, agarrar la cámara y dar vueltas por esos diminutos kilómetros cuadrados de tórrido bochorno, palmeras, maleza y arena en mi mundo de imperceptibles susurros, sin ecos, ni gritos. La convertí en mi discreta compañera, mi compinche durante el armisticio con las aguas y comencé a confraternizar más con la comunidad local. No es que hubiera rehusado a ella antes, pero ahora tenía la posibilidad de acompañar a Toni y a Carlos a la salida del colegio, ser parte de las sesiones de juegos, carreras y mímica con los más pequeños, conocer a los profesores y sentir el agradecimiento de quienes, con un cariño inmenso, apreciaban cada minuto de tu tiempo que usabas con ellos.

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Fueron días en que esperaba pacientemente la caza de los atardeceres, oteaba el horizonte esperando encontrarme algunas nubes coquetas que fueran a regalar vestidos coloridos al cielo. Si los días se volvían grises y arreciaban las tormentas, Malapascua se quedaba reducida a nada, a merced de los vientos salvajes que atravesaban esos mares y que azotaban sin piedad las palmeras y la cochambre. Me refugiaba en los pocos sitios en los uno podía resguardarse de la lluvia horizontal y me daba a la lectura, a la desinteresada y agradecida compañía de las letras.

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En esos días oscuros, de vientos huracanados y nubes plomizas y sombrías me alegraba tímidamente de no tener que enfrentarme a la mar picada, ni tener que mantener la compostura en la cubierta de barcos que se adentraban en las olas enfurecidas, ni soportar los interminables retornos a tierra firme en que la velocidad del navío se reducía al mínimo. Era un tibio consuelo, una mentira complaciente para no encarar la verdad: que prefería estar en ese barco, en esa nuez a merced del oleaje, agarrando con fuerza una taza de té ardiendo que me contagiara algo de calor, empapado sin saber si merecía la pena despojarme del neopreno o dejármelo puesto. Y es que por mucho que se agitara la superficie, bajo ella el espectáculo permanecía igual de maravilloso, impertérrito ante las condiciones del mundo exterior.

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Casi tres semanas de paréntesis hasta que volví a percibir que el mundo podía ser un lugar cargado de sonidos y mi miedoso interior se aventuró a sumergirse de nuevo en las aguas. No negaré que había pequeñas y ligeras dificultades, pero el anhelo me podía y arriesgaba levemente cada día un poco más: tres, seis, nueve, doce, veinte metros� Fue un profundo alivio. Volvía a bucear. Tenía que mucho que celebrar. Las aguas de Malapascua volvían a acogerme en su ingrávido elemento. La cárcel de agua se había roto.

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Fueron mis días más felices, mis semanas más radiantes, volvía a estar completo. Me levantaba sin reparos en plena noche para embarcar y lanzarme a las aguas, comía en los pequeños puestos locales que ya era conocido y si el día era propicio mantenía mi ritual de intentar dar caza al atardecer. Participaba en los eventos y festividades locales, era consciente de estar viviendo unos días bellos, tiernos y algo sobrevalorados después de mis semanas a medio gas. Mi tiempo en Malapascua se acababa y quería aprovecharlo al máximo, con ese ansia de quién una vez robado, quiere recuperar el tiempo perdido.

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Fue consciente entonces que me oponía al veredicto de los días, que no quería irme, que no quería dejarlo, que aún sabiendo que en algún momento habría de volver a atravesar la puerta de embarque que me habría de llevar de regreso a la que era mi vida, necesitaba prolongar ese estado de dicha durante más tiempo. Podía arañar aún unas cuantas semanas más, podía retrasar lo inevitable. Encerrado en un internet parsimonioso -contagiado por el espíritu de lentitud de la isla- conseguí cambiar mi billete. Me quedaba. Era un regalo. Volvía a mover el retorno a la lejanía y en vez de empezar a añorar la isla podía centrarme en deleitarme en mis días de propina.

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Al día siguiente, enfermé por segunda vez.

No tengo muy claro si fue entonces o si al mismo tiempo que certificaba por skype mi cambio de billete estaba, sin saberlo, condenado pero al día siguiente comenzaron los problemas. Mi ojo derecho ardía.

Mascullé entre dientes una maldición. Estaba claro que la isla no iba a concederme mucha tregua pero no podía ser demasiado grave, otra incidente que añadir al repertorio de aventurillas con las que aderezar mis historias a la vuelta. No podía estar más equivocado. Desconocía que me encontraba ante el umbral de una pesadilla. Según avanzó el día se hizo patente que no tenía intención de mejorar y que los remedios de el Corte Inglés no estaban haciendo el efecto que milagrosamente le atribuíamos. Por la tarde el dolor se había vuelto insoportable. Por la noche el esfuerzo para no frotar ni tocar esa fuente de tortura se había vuelto inhumano. No había nada que me pudiera calmar ni siquiera los breves alivios del hielo o los efímeros analgésicos. A la mañana siguiente había dejado de ver.

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Mi ojo derecho se había convertido en una neblina borrosa. Un terrible y pálido disco se había formado en su centro, una nube lechosa sacada de las páginas de Saramago acompañada de una terrible fotofobia. Encerrado en la oscuridad de mi habitación cualquier cambio de luz, encender una bombilla o abrir la puerta, me producía un tormento insoportable. Había que asumirlo: necesitaba ver a un médico. Volvía a tener que hacer la mochila y salir corriendo a completar el tedioso viaje a Cebú. Suponía que necesitaba un diagnóstico concreto y que por medio de las virtudes de la medicina moderna podría sobreponerme sin más a este nuevo lance. Después de todo, esto no sería sino un escollo que gastaría con una burla algunos de los días que había pretendido ganarle a mi viaje.

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Los médicos tenían una opinión diferente. Cuando entre por urgencia al hospital empezaron a mirarme con preocupación. Mientras apoyaba barbilla y frente en las máquinas que habrían de analizar mis síntomas los doctores se escandalizaron al saber que había estado buceando con lentillas, dejándome en la más absoluta de las confusiones. ¿Había estado realizando, sin saberlo, algo que conllevara el más mínimo riesgo para mis ojos? Y si lo fuera, ¿Como podría ser que en una zona llena de buceadores nadie me hubiera avisado? No era, ni mucho menos, el único loco que buceaba con lentillas. Estaba atónito. En jamás de los jamases había oído que mezclar ambas actividades pudiera ser peligroso. Había limpiado las lentillas a diario, cambiándolas antes de lo que tocaba. ¿Que había hecho mal? ¿Donde estaba mi negligencia?

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�Tienes una úlcera en la córnea� diagnosticaron y sonó rotundo, contundente como un golpe de un mazo. �Puede haber sido por la propia lentilla pero tendremos que hacer algunas pruebas para estar seguros�. Asentí, claramente abatido. Procedieron a anestesiarme el ojo y a rascar la zona dañada para tomar varias muestras que serían analizadas en el laboratorio: la primera al microscopio y la segunda en un cultivo cuyo resultado tardaría varios días. Hasta entonces y sin saber a que nos enfrentábamos, optaron por atacarlo con un poco de todo: antihongos, antibacterias, antibióticos. Preocupado, inquirí un �¿es muy grave?�, al que respondieron con una mirada seria, solemne, afirmativa. Empequeñecido abrí la boca: �� pero, ¿se recuperará, verdad?�. ¿Verdad?.

No era una pregunta. Era una súplica.

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No hubo disimulo en la réplica. �No podemos estar seguros. Las úlceras en la córnea al cerrarse suelen dejan una cicatriz, que obviamente afectará a la capacidad de visión. Habrá que ver como evoluciona�. Apabullado, agaché la cabeza, incapaz de asimilar semejante posibilidad. No podía ser cierto. ¿Que había hecho mal? ¿Cómo iba a salir airoso de esta? Mi supuesta pequeña infección había aumentado de dimensión. Aún a sabiendas de que los doctores, por definición, se situarían en la peor situación, no sonaba tranquilizador. Solo quedaba la derrota de la resignación, seguir a rajatabla los horarios de las medicinas y mantenerme a la desasosegante espera.

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Esa noche aciaga cené con Pak, Tamara y Marta en Cebú. La compañía frecuentemente ayuda a no pensar y distraerse de pensamientos oscuros. Mantenerme ajeno era demasiado difícil y no tuve excesivo éxito, pero agradecí no estar solo. Intentaba hablar con Brilly y su óptica en España, con contactos que pudieran arrojar algo de luz sobre mi situación, alguien a quién mandar las fotos de los informes, del diagnóstico, de mis medicinas y de mi ojo devastado, de esa nube blanca rodeada por miles de venas enrojecidas y capas de pus. Arrastraba mis dudas sobre si los doctores filipinos estarían haciendo lo correcto, si el tratamiento era el adecuado y cuales eran las posibilidades para con mi ojo. Parecía grave, pero era pronto para un dictamen certero.

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Al día siguiente volví a quedarme solo y prisionero de la congoja. El primer resultado, el de la prueba al microscopio no encontró ningún microorganismo lo que me llenó de un ligero e inocente optimismo. Pero había que esperar varios días más al resultado del cultivo. Fueron días inciertos, de demasiadas vueltas a la cabeza. Desesperantes. Sin más que esperar en la habitación del hotel a que pasaran las horas. Me dañaba la luz y me costaba mirar al móvil, mi único contacto con el mundo. Mantenía mi puntual ceremonia con los colirios.

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Cuatro días después con los resultados del cultivo en la mano, me senté delante de la doctora Obenza. Positivo. Habían encontrado algo, una pequeña bacteria llamada pseudonoma aeroginosa. Así de primeras, no me decía nada. Desconocía el alcance de su malicia. Pero cuando tras examinar el informe a la doctora se le escapó un involuntario �shit�, supe que estaba en problemas. �Vamos a necesitar que te quedes por aquí más días�, sentenció. Mire petrificado, sin querer escuchar, sin querer saber cuales iban a ser sus siguientes palabras. �Puede que no se dé cuenta de la gravedad a la que se enfrenta, sir, pero ahora mismo las posibilidades de que la bacteria y las toxinas le derritan la córnea son de un cincuenta por ciento�. La matemática era descorazonadora, inmisericorde. Estaba a un tiro de moneda de perder un ojo y yo, sin haber hecho jamás intención de apostar, me lo había jugado todo a una de los dos caras. Incapaz de asumir esta bofetada de realidad la palidez me invadió, oía sin escuchar, sentía frío. Me quede parado, perdido, desbordado, esperando a que tomara la iniciativa.

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El informe de un cultivo bacteriológico estaba acompañado por unos estudios sobre la cepa (tu cepa) sobre los cuales se habían probado diferentes antibióticos. Era la manera de saber a cual era resistente y a cual sensible. Con estas directrices se podía empezar a tratar la bacteria con el más agresivo. Dada la gravedad de la situación cuanto antes llegaran a presentar batalla, mejor. Yo abrumado por las noticias aún no lo sabía pero la pseudomona, esa pequeña bacteria que se reproducía a toda velocidad arrasando con mi córnea, era una muy resistente hija de puta.

Y además, estaban las agujas.

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Debería, antes de continuar, explicar brevemente ciertas cosas: la primera es la angustia que me producen los hospitales donde viví el más triste de los capítulos de mi vida hace diecisiete años cuando junto a una cama me despedí de mi madre. La segunda es que no soporto las agujas. En algún momento de mi vida y de una manera irracional dejé de tolerarlas. Es muy probable que ambas características de mi aprensión estén relacionadas, pero quizás porque he preferido no revisar esos funestos días nunca he hecho una introspección seria al respecto. Me resulta más cómodo no hacerle frente y haber colocado sobre todo ello una lápida pesada e inamovible. La tercera, esta mucho más común, es que pocas partes más de mi cuerpo me producen más respeto y temor que un daño en el ojo. Mi realidad es a través de la vista, nunca me he planteado otra alternativa. Sin ella me quedo en nada.

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Por eso cuando la doctora Obenza decidió que la manera más eficaz y rápida de hacer llegar los anticuerpos ante la pseudomona era mediante una inyección subconjuntival, entré en un estado de pánico atroz. Una inyección en el globo ocular. No se podrían haber conjugado las posibilidades en una pesadilla más aterradora. No podía tener más miedo. Sabía que tenía razón y que tendría que tragarme el orgullo, la dignidad, las lágrimas y aguantarlo como pudiera. Como pedirle a un aracnofóbico que sujetara una tarántula o un claustrofóbico que se encerrara en un ataúd. La única manera de vencer un miedo así era tener otro miedo mayor. Perder el ojo lo era.

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Me agarré con tanta fuerza como pude mientras me insensibilizaba el ojo, apoyé la cabeza e intenté dejar la mente en blanco, olvidarme de lo que estaba a punto de pasar. Respiré profundamente. Vi pasar por delante la jeringuilla cargada cual ariete� y no pude. Instantes antes de clavarse, me retiré rozando el ataque de ansiedad. �No se preocupe, sir� me dijo con empatía. �Lo volveremos a intentar�. No fue hasta el tercer intento que lo conseguimos y sentí el frío antibiótico extenderse. �Inspire. Expire. Inspire. Expire. No se mueva. No se mueva. Le estoy inyectando. Lo siento. Inspire. Expire. Inspire. Expire. Ya casi está. Lo siento mucho. Lo siento mucho, de verdad. Inspire. Expire. Listo�. Terminó y yo me quedé quieto, diminuto, reducido a la nada, mirando al vacío, como un perrillo apaleado, esperando un abrazo anónimo que jamás habría de llegar.

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No era el final. Aún habría de volver a visitar el hospital muchas veces en las siguientes semanas, revisando si el tratamiento avanzaba, ajustando la medicación y quedándome entre consulta y consulta solo, comiendo techo desde una cama de un cuartucho cercano a la clínica. Con la ayuda de Brilly, contactamos con más con médicos y oftalmólogos para saber su opinión. La respuesta siempre fue igual de gélida. ¿Pseudomona? Pinta mal. Muy mal. Pronóstico jodido.

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Tuve miedo. Mucho. Real. Atenazado a un estado que me negaba a aceptar, incapaz de llamar a casa porque sabía que en el momento que lo pronunciara, que lo nombrara, que salieran de mí esas palabras para los míos se convertiría en realidad. Incapaz de enfrentarme a ello caía por una lóbrega espiral que me arrastraba hacia el lodo. Hacia un veneno que me devoraba. Mi mente no podía escapar de los �y sis�, de esas dañinas preguntas que tenían secuestrada mi mente y que se empeñaban en volver una y otra vez al pasado para buscar durante horas esas variables, esos pequeños cambios que hubieran llevado a un desenlace distinto. Vivía con un bucle sin salida. Soñaba que todo había sido una pesadilla para darme de bruces cada mañana con la falsedad de mi engaño. Me despertaba tras intervalos breves, incapaz de atreverme a abrir los ojos por si esa macha lechosa que me hacía de filtro del mundo seguía allí. Sí. Allí estaba, unida a mí, acosándome en cada mirada. Una niebla blanca. Yo solo veía un abismo insondable.

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Volvía al hospital, la úlcera no cerraba, la batalla seguía, se sucedieron más inyecciones subconjuntivales que fui capaz de soportar con algo más dignidad, temíamos el colapso de una córnea que aguantaba ante un ejercito de toxinas y bacterias que se reproducían sin descanso. Fueron días desoladores, encerrado en una habitación que solo abandonaba para arrastrarme a comer algo. Seguía en el trance de la aflicción. Solo Maricris se acercó desde Malapascua a hacerme compañía, utilizando sus dos días libres conseguidos a base de muchas inmersiones, muchas horas de trabajo y mucho sacrificio para gastarlos en abrazarme en mi angustia, para soportar mis lágrimas de miseria, para evitar que mi depauperada moral alimentara las ideas más insensatas. Creo que jamás seré capaz de expresar, ni de compensar, la deuda de mi agradecimiento. Salamat MC.

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Acabé pronunciando las palabras que no debían ser nombradas. Las que convertían mi penuria en realidad y las unían con mi mundo. Hablé con casa, con un padre que sabía con antelación, incluso antes de recibir una llamada, que algo no iba bien. Mis intentos de haberlos dejado al margen pretendiendo que no se preocuparan eran ya inútiles. No iba a ser una de esas historias de final feliz que podría contar una vez se hubiera acabado. No podía hacer esto solo. Llegó ese momento terrible en que rubriqué mi explicación con un amargo �es grave�.

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Los abrazos añorados y reencuentros habrían de esperar. La doctora Obenza me recomendó no volar hasta que la gelatina en que se había convertido mi córnea estuviera más estable. Sentía que hacía todo lo que podía por ayudarme y todos los médicos con los que pude hablar coincidían en que el tratamiento. Estuve de acuerdo. Aguardaría ese visto bueno.

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Cuando tuve un margen de más de dos días entre consulta y consulta, aproveché para volver a recoger mis cosas, cerrar la mochila y despedirme definitivamente de la isla. Fue un momento triste, incrédulo de que fuera así, de esta manera, el capítulo final de un lugar donde había sido tan feliz y a la vez tan desdichado. Malapascua desapareció tras la popa del barco y yo viendo esa linea de tierra cada vez más estrecha no supe decirle adiós. Hubo para quién mi marcha fue un alivio, dejar de ver a ese recordatorio andante de que ese, su paraíso, podía ser cruel y poder volver a una rutina de la happy hour, el mar y los atardeceres sin manchas. Quizás no lo supe entonces, abrumado, pero lo sé ahora, con la lucidez que da la distancia. Fue más de una cicatriz en la córnea la que me llevé conmigo.

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Necesité todavía más de una semana en Cebu antes de que obtener el permiso para el avión de vuelta a casa. Un permiso verbal y un deseo sincero de mejoría de la doctora Obenza, acompañado de informes médicos y un justificante de que ese ojo repugnante, enrojecido y envuelto en un párpado hinchado hasta la deformidad era apto para volar sin riesgo de contagio. De Cebú a Manila, de Manila a Londres, de Londres a Madrid. Un viaje tortuoso, lleno de dilatadas horas de escalas en las que cumplí a rajatabla mi dinámica y horarios de gotas y medicinas. Cuando ese sábado de principios de Marzo aterricé en Madrid había añadido el cansancio del interminable trayecto a mi agotada situación. Sin más demora que la justa para unos tristes abrazos sin sonrisas, nos dirigimos al hospital.

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El equipo oftalmológico de urgencias de la Paz, frunció el ceño de la misma manera que todos los anteriores al eco de la pseudomona. Fueron horas de chequeos y revisiones, analizando el informe y procedimientos filipinos. Vinieron más y más médicos, estudiantes incluidos, a contemplar sus devastadores efectos. �La pseudomona es muy complicada, pero te lo han tratado fenomenal�, concluyeron para mi alivio y agradecí para mis adentros los atentos cuidados y la sincera preocupación con que me atendió la doctora Obenza en esas semanas desdichadas. �Aún así te queda un largo camino. Estamos hablando de meses para conseguir acabar con la bacteria y cerrar esa úlcera.� El fin de la pesadilla se iba alejando un poco más �El destrozo es grave, así que te quedará con toda seguridad una cicatriz que te impedirá ver, pero si la pseudomona no ha atravesado la córnea y llegado al ojo, se podría plantear dentro de unos meses un transplante�. Eran noticias desoladoras y esperanzadoras al mismo tiempo. Desoladoras por saber que la catástrofe era irreversible por mis propios medios. Esperanzadoras porque a pesar de todo, tenía una posibilidad por muy lejana que fuera de volver a recuperar la vista. De volver a estar completo. Y cuando lo que único que te queda es eso, lo agarras con mucha fuerza. La que te da la desesperación.

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Me quedé ingresado en observación otros cuatro días con otra tanda de antibióticos repartidos entre pastillas e intravenosos, con enfermeras que me despertaban amablemente varias veces durante la noche para aplicarme los colirios. Me sumí en un estado de duermevela, de cansancio continuo que se ha extendido hasta el día de hoy. Busqué otras opiniones, algo de claridad mental en otros expertos que me dieron una nueva perspectiva. �Dentro de lo que cabe, eres afortunado. Has pillado uno de los bichos más agresivos a los que podías haberte enfrentado. Si hubieras llegado un par de días más tarde al hospital, estaríamos hablando de un ojo de cristal�. Es entonces cuando pensé en los insondables caminos del azar, en la fortuna dentro de la desgracia y se abrió un nuevo �y si� que no había previsto. Si no hubiera cambiado ese vuelo habría llegado con molestias al aeropuerto y conociéndome como me conozco, lo más probable es que me hubiera planteado un �ya iré al médico cuando aterrice en España�. Con casi dos días de viaje, esa tardanza en ser atendido podría haber sido fatal.

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Mis últimos meses han sido de oscuridad. De vivir con las persianas echadas y gafas de sol, de ahogar mi ojo en lágrimas y medicamentos, de luchar incansablemente contra una bacteria que se resiste a morir, de afligirme ante la falta de avances, de desesperarme ante una vida en pausa. Incapaz de soportar la luz, incapaz de mirar una pantalla de ordenador, incapaz de leer. Semanas sentado en la penumbra, esperando cada día el lento discurrir de las horas.

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A día de hoy, tres meses y medio después, sigo peleando, con pequeños avances que son el resultado de agotadoras batallas. Me refugié en los libros en el momento en que leer dejó de ser peligroso y poco a poco he empezado a abandonar mi cueva en esas horas en las que la fuerza del sol empieza a decaer. He logrado ponerme delante de una pantalla de ordenador unos minutos al día. Conseguir escupir esto me ha costado semanas. Tengo dudas de que merezca la pena haberlo hecho pues no siento el alivio que esperaba pero necesitaba establecer un punto, aunque no fuera y final. Cambiar de capítulo, a pesar de que la historia, el drama aún no haya acabado.

Mientras tanto seguiré entre la luz y las tinieblas, avanzando a pasitos insignificantes hacia un futuro incierto, intuyendo la meta pero desconociendo si podré alcanzarla. Envidioso de todos los que mantenéis el don de los dos ojos. Compungido al enfrentarme a fotos en las que estaba completo. Me seguiré agarrando a la esperanza de que en algún momento esto no sea más que un recuerdo, que el tiempo me ayude a diluir el desanimo y me confirme que tal y como lo siento en el corazón, Malapascua no merecía un final así.

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Si esto, a parte de para mi desahogo, ha de valer para algo que sea para evitaros a los que lo leéis, cometer el error que yo por desconocimiento, cometí. No Buceéis con lentillas. Aunque aún el futuro sea incierto, al menos tengo una posibilidad y fue gracias a haber caído en las cuidadosas manos de la Doctora Obenza en Cebú, al igual que gracias a los consejos del Doctor Rovirosa desde miles de kilómetros y sobre todo al fenomenal servicio oftalmológico del Hospital de la Paz especialmente a las doctoras Ana Boto de los Bueis y Almudena Del Hierro que con tanto mimo y paciencia me están tratando.

A lo largo de estas semanas, de estos meses de mierda he recibido mucho cariño aunque al principio sumido en mi agujero no fuera ni capaz de apreciarlo. Aunque sea de una manera tan pequeñita en comparación solo puedo daros las gracias a todos los que habéis estado pendientes de mi durante todo este tiempo, a todos los que vinisteis a verme cuando lo necesitaba mucho más de lo que yo pensaba. No era nada fácil estar en un ambiente tan triste y deprimente y aún así conseguíais hacerme olvidar esta pesadilla, sacarme de la amargura. A los que llegasteis derribando la puerta, os organizasteis para que no estuviera solo y escuchasteis mis preguntas sin respuesta, a los que me hicisteis reír al fin después de tanto tiempo, a los que encargasteis toneladas de sushi y los que vinisteis cargados de comida y tuppers para que tuviera una preocupación menos cuando las medicinas no me dejaban ni abrir los ojos, a los que llegasteis tarde a trabajar por venir a estar un rato conmigo, a los que llegasteis a Madrid y vinisteis a verme, a los que desde lejos me habéis regalado tantos minutos al teléfono, a los que me habéis dejado interminables mensajes de voz que me han encogido el corazón y levantado el ánimo, a los que me habéis soportado y me habéis dejado el hombro para que me levante, los que os habéis alegrado por cada pequeño avance, por muy ridículo que fuera. No habría podido hacer esto sin vosotros. Cada instante, cada segundo de vuestro tiempo que me habéis regalado ha sido oro para mi. Gracias y mil veces gracias.