(A pesar de que mi relación con Malapascua no acabó de la mejor manera, hasta esos fatídicos días si me dejo un montón de buenos recuerdos y alguna que otra historia, que ahora, con la tranquilidad de la distancia y el tiempo he podido redescubrir entre las fotos de mi disco duro. He aquí por tanto, algo de aquellos días de Enero)

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El aviso llegó con urgencia. «Necesitamos un fotógrafo». A estas alturas de mi tiempo en Malapascua yo ya sabía que ese �necesitamos� era una alarma de oportunidad fotográfica que me brindaba el bueno de Toni, uno de los pilares más fuertes y llave a la comunidad local de Malapascua. Toni llegó hace unos años, en respuesta al grito de ayuda que había dejado el tifón Yolanda y sus esfuerzos no pasaron desapercibidos. En sus idas y venidas de la isla se convirtió en uno de los extranjeros adoptados más queridos por los locales. Me abrió la oportunidad no solo de hacer fotos, sino de conocer un poco más como se vivía realmente y eso será algo que siempre le agradeceré. En ese momento, con la poca información que arrojaba un SMS, cogí la cámara y salí corriendo.

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Las opciones de ocio de Malapascua no eran demasiado grandes, lo cual nunca ha sido impedimento para que los niños, ávidos de aventuras, se pasen el día jugando en las calles o saltando sin miedo a las aguas cristalinas desde los barcos, inconscientes a los peligros que nuestros ojos occidentales detectan en estas prácticas. Ajenos a parques infantiles acolchados a los que hay que entrar con arneses, los niños de Malapascua se meten trastazos, tienen las rodillas llenas de costras y la cabeza llena de imaginación.

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Todo esto no impide que cualquier novedad altere la pulsión del pueblo, más si son extranjeros con las caras pintadas que se han cruzado los mares colindantes para precisamente, jugar con ellos. Fue así, entre pinceles, pinturas y muchas sonrisas que empezaban a atraer a los curiosos como conocí a los chicos de De la Mano por el Mundo, en plena revolución del Barrio llenando de aún más color la pista de baloncesto multifuncional, la misma que puede hacer las veces de, entre otras, polideportivo o de discoteca, sin rubor alguno.

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Flor y Germán, el alma de este proyecto, no habían llegado solos pues se les unían temporalmente otros artistas que les ayudaban a llevar sonrisas por allí por donde pasaban. Su historia es inspiradora, humilde y honesta, un viaje convertido en una cadena de favores, en devolver una pequeña parte de lo recibido. Comenzó cuando decidieron, como muchos de nosotros, salir a recorrer el mundo. Pero al hacerlo con poco presupuesto dependieron muchas veces de la generosidad y amabilidad de quienes se encontraban por el camino. Una experiencia que les cambió la vida y que puso en marcha los mecanismos para que a partir de ese momento fueran ellos los que darían sin esperar nada a cambio.

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Esos pasitos que parecen tan insignificantes, que se sienten tan abrumadores que parecen que no van a llegar a ninguna parte. Acciones que se sienten minúsculas ante la inmensidad de nuestro mundo. ¿Qué pueden hacer dos personas para marcar la diferencia? Pues respirar hondo y dar el paso, saltar al vacío y dedicar su vida a intentar mejorar la de los demás con sus propios medios. Proyectos que ya se centran no solo en Filipinas, sino también en México, Colombia y Argentina. Siguen creciendo, organizando grupos de voluntarios que puedan ayudar a las comunidades locales según sus necesidades, facilitando cosas como que médicos puedan visitar periódicamente y chequear a niños y demás habitantes de estos colectivos. Malapascua era una de ellas, todo un extra porque como ya se ha comentado con anterioridad, no existe asistencia sanitaria en la propia isla.

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Claro que todo esos pliegues y matices del proyecto yo no lo sabía cuando aparecieron en el Barrio con su circo escuela ambulante llena de colorido. Aunque desde el principio quedó claro que lo que buscaban era jugar y disfrutar, compartir y enseñar sus habilidades mucho más que montar su propio espectáculo. Empezaron a pintar caras, a repartir malabares y a colocar sábanas circenses para todos los presentes.

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Hay mucho agradecimiento mutuo en este tipo de actividades en un sitio como Malapascua. Todo el esfuerzo es recompensado por gente tremendamente educada que lo corresponde con un entusiasmo colosal. Ser testigo de esta alegría es un privilegio. Por allí, entre las manos de los artistas pasó de todo, desde malabares que incrementaban progresivamente su dificultad arrancando gritos de admiración, a acrobacias, juegos de equilibrios y por supuesto, el fuego. Obviamente quedó para los profesionales, que después de pasar toda la tarde regalando su tiempo a la comunidad, nos deleitaron con la magia de las llamas.

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Quizás lo que queda de todo esto, además de la memoria de una tarde preciosa, es una admiración profunda por la gente que tiene la firme convinción de que pequeños pocos hacen un mucho y que el impacto, la huella que dejas por minúscula que sea, vale para todo aquel al que le llega. Y eso es mucho. También queda el siempre encantador recuerdo del tiempo con los malapascuenses (¿será así su gentilicio? Según la wikipedia los modestos habitantes de esta isla no tienen ni gentilicio), quizás la mayor joya de la isla. Da un poco de tibia pena que muchos de quienes vienen a visitarla, al eco de las maravillas de las profundidades, no se alejen un poco de las preciosas playas playas arenosas y dediquen más tiempo a conocerlos. Yo afortunadamente y aunque me dejé muchas historias por descubrir, no cometí de manera irreparable ese error.

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