(Si quieres leer la entrada con un poco de sonido ambiente de Tokio… pulsa el play, no tengas miedo)

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La autentica definición de nostalgia es la añoranza de Japón. Nothomb, tan certera ella, puso palabras a un sentimiento con el que me identifico. Pocos lugares he conocido que me produzcan esa melancolía, esa bella tristeza, esa aflicción al dejarla atrás. Incluso cuando viví allí, cuando podía pasear por sus calles a diario, sentía esa pesadumbre de saber que en algún momento del futuro habrían de dejar de ser parte de mi vida. Es así. Todo en Japón esta impregnado de melancolía.

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Es fácil dejarse atrapar por esa belleza pausada. La elegancia de la tradición que se apodera irremediablemente de ti. Comparado con su suavidad el resto del mundo se percibe áspero. El seductor misterio de los desconocido, la incógnita de lo incomprensible envuelve la delicadeza de las formas, la armonía de los colores, la suntuosidad de los jardines, la meticulosidad de la escritura, la placidez de sus silencios. ¿Cómo sino desde el más absoluto de los respetos se puede uno enfrentar a ese otro concepto del mundo tan delicado, tan frágil?

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Nunca conocí Japón en exceso, pero en mi limitada escala de algo menos de un año conocí muchos rincones que evocaron ese retroceso en el tiempo, haciéndome sentir basto, tosco ante la afinación de formas y colores, ante la compenetración de arquitectura y entorno, minúsculo ante una naturaleza cambiante, exquisita en cada una de sus variaciones a lo largo de las estaciones. Momentos fugaces que se disipan rápido, trasladándote de la felicidad a la tristeza de la pérdida. El blanco de los cerezos en flor, el amarillo intenso de los ginkgos, el rojo vivo de los arces en el otoño son efímeros regalos. Contemplarlos fue, es y será, un privilegio.

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Laberintos de toriis rojos en las laderas de las colinas, santuarios de madera entre frondosidades talladas con mimo, paseos bajo la sencilla gracia de los bambúes, reflejos dorados de vetustos pabellones sobre lagos, inmensos y apabullantes templos de madera que albergan gigantescas representaciones del Gran Buda protegidos por ejércitos de ciervos, la noche sobre decenas de farolillos, estatuas cubiertas de musgos, la marea azotando titánicas sogas que unen por hoy y para siempre islas de rocas náufragas.

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Es un Japón que discurre a cámara lenta, sosegado, como si fuera el eco de una época que ya debería haber pasado. Se puede detectar en mucha de su literatura, incluso de las más moderna. Pero la calma no es sino un remanso de emociones intensas cubiertas casi siempre por un manto de silencio. Pulsiones complejas, inasibles, inescrutables ante ojos, los nuestros, no entrenados. Ese hablar sin pronunciar sonidos, ese decir sin decir, que tanto emanan sus personajes, sus historia y su gente. Cuando la belleza basta para conmoverse, quien necesita las palabras.

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Este es el Japón más hermoso, sin embargo, es el que menos echo de menos.

Mi nostalgia está en un sitio diferente. En Tokio. En el Tokio canalla de las izakayas, el Tokio de luz inextinguible que luce en la oscuridad transformando sus calles en ríos de lava de neón, en el atronador ruido de los pachinkos destacando entre la niebla del humo de tabaco, el barullo imposible de carteles luminosos, Mechas gigantes y vías de transporte intercruzados en infinitas dimensiones, una megalópolis de cemento y cristal menos arisca de lo que podría suponerse, con rincones calmados y sosegados, escondidos entre la maraña, templos ocultos entre paredes de rascacielos, barrios que parecen pueblos y establecimientos sacados de décadas atrás y que se mantendrán así, impertérritos durante muchas décadas más.

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Soy consciente de que esta mezcolanza no es exclusiva de Tokio, que habrá muchos recovecos y pliegues de Japón en los que se mezclen los rascacielos de arquitecturas imposibles con callejones diminutos llenos de puestos de comida por los que perderse de una manera feliz. El contraste de la locura y la calma, los gigantes refulgentes enfrentados a los templos, con las calles sacadas de un parque temático. La diferencia, el ingrediente para mi nostalgia es sencillo: Yo viví allí. Durante unos meses las calles de Tokio fueron mi hogar, el destino de mis vagabundeos sin rumbo, una parte de mi vida que la pasé como un fantasma, incapaz de relacionarme con mi entorno, manteniendo día a día la capacidad de sorpresa intacta.

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El año pasado regresé fugazmente a Japón. Seis años después volví a caminar por Tokio. Y sentí que parte de mí volvía a casa. Esa que sigue añorando haberse ido porque no lo eligió. Mi vida cambió a raíz de partir, en un giro de timón hacia nuevos rumbos, desconocidos y vertiginosos, de los cuales no tengo queja alguna salvo la que emite esa parte que ansiaba quedarse para siempre ahí, perenne en la sorpresa de la incomprensión.

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Volví a ese Tokio loco, el de la moda imposible de colores que explosionan antes de marchitarse en trajes y corbatas de muda oscuridad, el de los falsos rockeros encubiertos que siguen sin aprenderse los pasos de sus coreografías, el de gritos con sabor a cerveza que rasgan desde los fuegos de los puestos de comida el manto de la noche, el que siempre me dejaba hipnotizado ante la apabullante coreografía de sonidos y luces de Shibuya. Shibuya. Si tengo que identificarme con algún lugar de Tokio obligatoriamente habría de ser con ella. Podría ser con las vistas del atardecer tras el Monte Fuji desde la azotea de la Mori Tower o los reflejos tranquilos desde Odaiba, o mil rincones más, pero no, siempre es Shibuya. Viví allí, en ese vórtice de ruido y luz que satura los sentidos.

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Es parte de mi ritual cada vez que llego a esta ciudad, saludarla desde ese cruce mítico, cautivado por un montón de carteles en movimiento. La ironía es que desde mi analfabetismo esos carteles podrían estar hablando de lavadoras, de comida para hamsters o de tipos de tornillos, me daría igual. El hechizo de su impacto visual y sonoro sigue durando. Mi despedida, también ritual, es a ritmo de Jazz sobre el mar de luces del New York Grill del Park Hyatt. Realmente nunca esperé encontrar a mi Scarlett Johansson allí. Si apareciera probablemente pasaría a mi lado, mientras yo, ajeno, seguía mirando en silencio los resplandecientes lunares de la noche, mimetizado, convertido a la vez en uno de esos personajes de Murakami o Kawabata.

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Volví. Si. Y volví a encontrarme con quiénes allí había dejado, mis buenos y queridos amigos y compañeros de aventuras. La emoción desbordante de los recuerdos de uno de los momentos más dulces de mi vida. Vida que nos ha cambiado a todos y que hizo de esas reminiscencias que atesoro en la memoria, capítulos tan especiales, porque son vestigios de una época que ya pasó. La belleza de lo efímero una vez más.

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�No volvamos nunca, porque no sería tan divertido.�

Me niego.

Indudablemente, volveré.

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Volver a Japón, ese regalo, fue cortesía de Minube y de Turkish Airlines en compañía de Mauro y Iosu, a los que debo añadir el estupendo trabajo de organización de Viajar por Asia. ¡Domo arigatou gozaimasu a todos!

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