Vietnam es uno de los destinos más codiciados del sudeste asiático. Ellos lo saben. Son plenamente conscientes que tienen un país privilegiado con unas posibilidades turísticas excepcionales y tremendamente variadas. La geografía le ha reservado un espacio estrecho y alargado que resulta sencillo de recorrer y donde la ruta para quienes se estrenan visitándolo es clásica: desde las escalonadas terrazas de arroz verde refulgiendo al sol de Sapa, a las escamas y aletas de roca del dragón que duerme sumergido en las aguas de Halong Bay. El divertido caos de Hanoi, las coloridas calles coloniales de Hoi An, las montañas de Dalat cubiertas de un suave manto de té, las dunas vivas de Mui Ne, los fondos azules de Nha Trang, el desorden de Ho Chi Minh City y el mundo anfibio en que se ha convertido el delta del Mekong.

Suena ideal. Pero el imán para el turismo en que se ha convertido el país también ha atraído a decenas de pillos que mostrando una imaginación desbordante han hecho del timo su firma. Ya sabemos que cada cual cuenta la feria como el va en ella, pero en lo que a mi respecta, tratar con los vietnamitas fue una experiencia agotadora, llena de discusiones y de intentar conseguir, en lo posible, pagar un precio justo por servicios que si bien debían estar claros en el papel, nunca lo estaban después. Cuando me despedí de Vietnam para adentrarme en Camboya lo hice, muy a mi pesar, aliviado.

Esto sucedió en 2009, es decir, hace ya casi 10 años. Si bien puede no ser justo considerar esta fotografía de sepias como la realidad actual, es la imagen que yo mantengo en la memoria. Lamentablemente no fui el único que se marchó de allí con esos recuerdos. Pero en la otra cara de la moneda, pues siempre y aunque nos cueste verla hay otra, debo decir, con envidia, que he conocido a mucha gente a lo largo de estos años que han disfrutado de Vietnam hasta el punto de convertirse en uno de sus referentes del sudeste asiático. Muchos tuvieron la suerte de una experiencia mejor, pero la mayoría que lo afirmaba habían optado por salirse un poco del circuito turístico y cruzar el país con gente menos contaminada por nosotros, ese virus en forma de mochila, maleta, piel pálida y cara de tener muchos Dongs en la cartera. En ese caso la descripción pasaba a ser de gente excepcional, humilde, trabajadora, hospitalaria y con una sonrisa por saludo. La sonrisa también me la enseñaban a mi pero por otros motivos radicalmente opuestos, pensaba yo. La envidia.

He tenido la posibilidad de volver a este país que me genera estas contradicciones recientemente. Ha sido un viaje breve, de apenas unos días, para realizar unas fotos para el hotel Sol Beach House Phu Quoc, por lo que no he podido hacer un análisis ni exhaustivo ni medianamente interesante del país, pero me ha dado la oportunidad de conocer otro lugar, la isla de Phu Quoc, que si bien siempre había sido conocido como destino turístico por los propios vietnamitas, se sale un poco del circuito clásico del extranjero al que me refería antes.

Phu Quoc, es la isla más grande de Vietnam. Tienes 50 kilómetros de largo y un máximo de 20 de ancho, y está rodeado por arenas de playa blanca, que lo han convertido durante décadas en referente vacacional para los propios vietnamitas. Vamos, que si en algún momento fue un paraíso desconocido para los extranjeros, los locales hacía ya mucho tiempo que disfrutaban de sus delicias. Sin embargo y a pesar de que ahora cada vez florecen más grúas y el paisaje inevitablemente está metamorfoseando, Phu Quoc sigue siendo un lugar tranquilo, apacible, mayoritariamente virgen y lleno de naturaleza.

Apenas tuve una tarde para poder recorrerla. No ninguneemos la brevedad, pues si me impidió recorrer las playas en busca de la transparencia absoluta, me permitió en cambio tomarle el pulso a Duong Dong, la ciudad principal, ese pequeño barullo de motos, bicicletas y todo tipo de vehículos de motor en un río incesante de vías mal asfaltadas, llenas de baches y puestos de comida en los que se amontonaban pescados, frutas, carne, barbacoas en un barullo que debía tener sentido y regirse por unas normas no escritas pero que debían estar en conocimiento de quienes habían mamado esa entropía mayúscula.

No se vayan a imaginar ustedes una gran ciudad, de altas estructuras, edificios de hormigón y cristal. Nada más lejos de la realidad. Calles flanqueadas por casas pequeñas, las más vitaminadas de dos pisos, cosidas por cables de electricidad y finalizando a través de callejas en un puerto donde centenares de barcas de pescadores se apelotonan, descansando de la jornada al atardecer y esperando el momento de volver a faenar.

En este recorrido solo recibí miradas curiosas, sonrisas y saludos tímidos de los más pequeños animados por sus madres. Nadie ni me ofreció, ni me insistió en que comprara nada. Tampoco me quisieron vender ningún tour, ni tuve necesidad de regatear el precio de una botella de agua. Fui solo una constatación divertida de que aunque no eran capaces de dilucidar muy bien que andaría haciendo yo por allí, era bienvenido. Y esa sensación, agradable y cálida, es la que me hizo revaluar mis sensaciones para con Vietnam y darme cuenta que tal y como decían a quienes me crucé en mi viaje tantos años atrás, fuera de ruta Vietnam merece mucho la pena. Se reavivaron las ganas de volver y ser capaz, con las nuevas canas, de juzgar mejor. Pero hasta entonces, he aquí estas fotos, recuerdo de un paseo, de unas horas por Duong Dong.


Mas info: Posts de mi anterior viaje por Vietnam | Y por si teneis curiosidad (aunque las fotos de la web no son mías): Sol Beach House Phu Quoc