Londres, del 27 al 31 de Enero de 2019.

En algún momento debería dejar de escribir sobre Londres con nostalgia, mirado al pasado. La ciudad del Támesis, una de las capitales actuales del mundo, no permite ser tratada con melancolía, como si fuera un recuerdo. Mi historia con esta ciudad me hace sentirla con un sentimiento de añoranza, como quien contempla una foto guardada en un cajón tras mucho tiempo. Suspiros. Ah. Aquellos maravillosos años. La realidad es que al igual que los protagonistas de esa foto, Londres también ha cambiado y si se puede anhelar algo es un Londres, el mío, que ya no existía.

Londres ha cambiado, sí. Todo en esta realidad lo hace, pero está ciudad se empeña en hacerlo a una velocidad difícilmente digerible. Quienes la viven a diario es probable que no lo noten, arrastrados por su tremebundo oleaje, entre paredes incapaces de mantenerse rectas, baños con moqueta y fachadas de maderas comidas por las humedades pero Londres siempre está un paso en el mañana, en el futuro.

Tenía ganas de volver a verla. Dicen que uno no debe volver a los sitios en los que ha sido feliz, porque inconscientemente se acaba anclado en la memoria, aferrado a unos recuerdos que ya no son. Sin embargo volví a Londres con la intención de dejarme sorprender. Había mucho de recapitulaciones, por supuesto, muchos de mis paseos, de mis rincones y de mis momentos pero también la curiosidad, encontrar las claves de la redefinición.

La cirugía estética es incuestionable. La City se ha remodelado y obedeciendo al crisol de culturas e idiomas que históricamente la han definido ha elevado el concepto de Babel a un nuevo escalón, más cerca de un cielo al que considera que deber aspirar por derecho propio. La City está irreconocible. Edificios que hace años coronaban su horizonte ahora han quedado reducidos a peones entre nuevas torres. El skyline de la ciudad es ahora un muro de almenas de cristal, un titán luciente sobre el que aún se elevan más y más grúas en esa carrera inacabable hacia el infinito.

Entre tanta épica arquitectónica, la flema británica sigue manteniéndose incólume y han hecho gala de ella para bautizar a los nuevos gigantes. Si en mi época londinense no hubo pudor alguno en reducir la obra de un Sir y Lord como Norman Foster a un Pepinillo, ahora el relevo se lo llevan el Escalpelo, el Walki-talkie o el Rallador de queso, nombres ya oficiales para los iconos de la nueva cordillera urbana.

El estatus de iconos no suele venir nunca exentos de polémica, como por ejemplo la que rodeó al ya mencionado Walkie Talkie, uno de los más desafortunados diseños no solo por su, en mi ignorante opinión arquitectónica, fealdad manifiesta y el incómodo desasosiego que produce semejante mamotreto informe, sino porque la curvatura de su fachada de cristal concentraba el reflejo de los rayos del sol siendo capaces de derretir lo que se encontrara a sus pies. La ingeniería acudió en auxilio del diseño y se acabaron cubriendo todas las cristaleras con una suerte de persianas evitando los reflejos de magma. Ríanse ahora de Calatrava. Aunque siendo justos, en su defensa habría que argumentar que era un diseño para Londres y quien iba a suponer que allí, en la ciudad de la niebla y la lluvia podría a salir el sol.


(El Walkie Talkie)

Pero aún así, los todopoderosos rascacielos siguen teniendo sus propias limitaciones y han de mostrar el debido respeto a la historia centenaria. Algunas de las vistas de la ciudad están protegidas. Bien podría uno pensar que en una limitación de altura, que al igual que sucede en muchas otras ciudades, no entierre a edificaciones como Sant Paul�s Cathedral entre los nuevos y fornidos jóvenes, pero lo que yo desconocía es que hay corredores de visión que gozan de protección gubernamental. Entre ellos la línea de visión que une Alexandra Palace, Kenwood House o Primerose Hill con St Pauls o The Serpentine con el Palacio de Westminster entre muchos otros. Tanto es así que una de las razones por las que el Rallador de queso (oficialmente el Leadenhall Building) se inclina y estrecha según asciende para que el ángulo entre Fleet Street y St Paul’s quede libre.

Maravilloso.

Mapa interactivo de vistas protegidas | Información sobre vistas protegidas | Más info

Si en la orilla norte del río se apelotonan los rascacielos, luchando como enormes árboles amazónicos por alcanzar los rayos de luz, la orilla Sur esta dominada sin rivalidad por The Shard. Su altura rozando los 310 metros de altura lo convierte en un omnipresente Barad-Dûr sobre las llanuras de Mordor. Su poderío es incontestable. Y aunque se puede subir a la cima y sentirse Sauron desde el mirador de 360º a 240 metros de altura, no tuve tiempo de experimentarlo. Queda anotado, eso sí, para la próxima ocasión.

En lo que no la ciudad no ha cambiado mucho es en su escasa pero enormemente apreciada relación con el buen tiempo. Londres con sol sigue siendo imbatible. Hizo frío, un viento gélido que se aceleraba y fortalecía entre las sombras de los enormes colosos congelando miembros a osos polares, pero bajo el gratificante calor templado del sol uno no puede sino rendirse. La máxima se cumple: Si hay sol los londinenses florecen como champiñones, surgen de las profundidades de la tierra para explicarles a sus retoños que es lo que brilla en los cielos e ir a generar vitamina D de manera automática a su infinidad de parques. St James, Green Park y el descomunal Hyde Park (por nombrar, por ejemplo a tres que esten en pleno centro) se llenan de gente que ocupan los bancos, caminan, pasean, hacen deporte o se entretienen alimentando los pájaros.

Todo es mejor con sol en Londres.

Bajo esta aparente calma, la percepción de los londinenses es la de vivir constantemente en el filo del Apocalipsis. Bueno, de �su apocalipsis�, porque la idea, el concepto, difiere del resto de la humanidad. Si por ejemplo, existe una remota posibilidad de que una ligera capa de nieve caiga sobre la ciudad la mitad de los londinenes no irán a trabajar, si no que se quedaran en casa, aprovisionarán su búnker con latas de beans y fish and chips congelados porque el fin del mundo podría estar cerca. Si la amenaza se materializa y las previsiones se cumplen y la ligera capa de nieve se hace realidad entonces el colapso será inminente. Los trenes podrían paralizarse, los aeropuertos no harán sino cancelar vuelos. Solo sobrevivirán los más fuertes, no miréis atrás, dejad a los heridos, abandonadme, no quiero ser un lastre.

Quizás por eso sorprende tanto que asustados como los galos de Asterix ante las inclemencias de la naturaleza y de que el cielo caiga sobre sus cabezas, no se palpe una preocupación excesiva sobre lo que podría ser el Brexit en los próximas meses. Y lo digo ahora que, a pesar del amparo de una prorroga hasta el próximo Octubre, si que hay un peligro real de �desastrofe�. Desabastecimiento no solo de comida sino también de medicinas (como insulina o los materiales para tratamientos de oncología) entre otros muchos tratados de comercio o transporte. Sorprende, insisto, que se mire como una ligera molestia que simplemente hay que sortear.

Me cuesta seguir las política a estos niveles, pero preguntando a los conocidos que aún quedan por allí, solo hay muchas dudas al respecto. Sin embargo a pesar de las noticias de empresas que abandonan la ciudad, a pesar de noticias que hablan de su desmantelación, uno solo ve pisos y áreas revalorizándose, escalando su precio hasta nuevos límites y el incesante baile de las grúas que siguen construyendo en una de las urbes más caras del mundo. ¿Saben algo que nosotros no sabemos? Sospecho que la respuesta segura sería �por supuesto�.

Los que asistimos a los eventos del mundo como observadores, los que sentimos que no tenemos capacidad de influencia en estos flujos, somos testigos inconscientes del cambio. El tiempo en la lejanía y las comparaciones de la memoria son los que nos permiten ver los ciclos una vez completados y diez años sin pisar con calma esta ciudad dan para constatar muchos.

Leicester Square se ha rendido definitivamente al turismo y las calles colindantes han perdido todo rastro de personalidad, Brick Lane sigue siendo un barullo entrañable aunque los indicios de gentrificación amenacen a ese alma alternativa. Por Camden Town ni siquiera volví a pasar, ese alma ya la perdió hace demasiado tiempo. Covent Garden se mantiene constante, sin capacidad para enamorarme pero Borough Market resiste como mi mercado de referencia.

El Tate Modern ha incorporado un ala nueva con excelentes vistas (aunque la clásica desde la cafetería no ha envejecido ni un ápice) y los museos perseveran en su espíritu de divulgación con sus entradas gratuitas, aunque eso implique que lo invaden hordas de chinos que solo tienen interés en hacerse selfies con los vestigios de la historia. El Soho me pareció mucho más atractivo de lo que recordaba, a pesar de que la localización tan central lo despersonalice. El metro sigue decrépito y los conductores igual de ácidos y mordaces. Descubrí y me sorprendió, el barrio de Waterloo, por donde apenas había paseado con anterioridad. Certifiqué que Londres es el mejor restaurante asiático de Europa y que la fusión del pad thai con las pintas de los pubs ingleses ya son un matrimonio consolidado.

He madrugado mucho, algo que no había hecho nunca, para intentar capturar al gigante mientras se desperezaba gélido junto al Támesis. Fui a pasear y me hice el camino de Santiago, rozando los 20 kilómetros al día. Caminé, eso sí, sin cascos, sin música, deleitándome en el cerrado acento inglés de marcada pronunciación. Me quedé sin tiempo para recorrer como se merecía Spitafields, Angel o Bethnal Green. Me hubiera encontrado acercarme a ver atardecer desde Greenwich o junto al las terrazas junto al río a su paso por mi Hammersmith del alma, pero no hubo tiempo para reencontrarme con todos los pedacitos de mi que se habían quedando en mis rincones favoritos. Mi mayor sorpresa fue descubrirla desde las alturas, rodeado de plantas en el Sky Garden.

Porque encima del infame Walkie Talkie, el de la arquitectura mamotrética y efecto lupa, se encuentra un mirador cuyas vistas de la urbe infinita te encogen el corazón. Encima es gratuito (solo hay que reservar hueco en su página web). Desde allí se puede seguir el recorrido casi completo del Támesis, desde el Big Ben y la Casas del Parlamento hasta que se pierde más allá de Canary Wharf. Completa la visita una vista circular de toda la ciudad. Acercarse al atardecer es una maravilla (os recomiendo ir antes, una vez dentro no hay límite de tiempo para quedarse) aunque para hacer fotos hay que lidiar con los reflejos de cristaleras enormes y la falta de trípode. También se puede visitar al alba, para deleitarse con el amanecer y aunque a esas horas no se permite la salida a la terraza, la experiencia es todo un lujo.

Sacié, por tanto, mis ansias de la ciudad. Calme mi desazón por volver a recorrerla en su inmensidad. Mirando atrás, hacia mi propia nostalgia, se que aprendí mucho caminando sus calles, visitando sus museos, sus exposiciones, disfrutando de los eventos callejeros. Me dio la oportunidad de mi primer trabajo serio y al mismo tiempo que me indicaba que no era para mi, me enseñaba la puerta hacia la fotografía. Dudo mucho que sin Londres estuviera visitándola de vuelta, totalmente cambiado. Me imagino las millones de almas que como yo llegaron a esta ciudad sin saber que buscaban, como mera supervivencia y se encontraron viviendo.

Solo me queda cumplir mi parte y volver a verte una y mil veces más, vieja amiga, pues siempre estaré en deuda contigo.

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