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Nevaba en Núremberg. Los copos caían, enormes, moteando gente y puestos navideños de la Haupmarkt. Un bonito contraste contra las luces doradas y brillantes que refulgían por todas partes, tan propias de estas fechas, como recortándose contra el cielo gris y plomizo. No parecía importar mucho. El frío hacía acto de presencia y eso solo podía implicar una excusa mejor para acabar con una taza de glühwein entre manos.

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No soy un gran fan del Glühwein, pero reconozco que entra solo cuando se utiliza para calentar al maltrecho cuerpo en las bajas temperaturas alemanas. Para muchos, la presencia de este vino cercano a su punto de ebullición repartido en calderos a lo largo de los puestos del mercado es el motivo principal para poder abandonar la casa en estos días en que lo único que apetece es quedarse bajo el edredón con una taza de café caliente.

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Siempre está el mercadillo, claro. El Weinachmarkt. La cuidada artesanía, las delicadas piezas talladas y pintadas a mano, que se juntan con los puestos de comida y el vino caliente. Punto de encuentro, de socialización alemana que ignora el frío. El mercadillo tiene la magia de la Navidad, las luces y los colores, pero también la ambientar las ciudades donde está. Darles vida a calles abocadas a estar desiertas.

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Ahí reside su magia, el encanto. No en las decenas de salchichas a la brasa, las piezas de frutas rebozadas en chocolate, las tartas, quesos, flammkuchen, cervezas y vinos. Si no en el ambiente que se crea a su alrededor. A las risas entre las tazas humeantes. Faltaba la nieve. Había llegado.

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Fue un bonito décimo aniversario. Llegué a Nuremberg por primera vez hace justo 10 años, con mucho más pelo y muchas menos vivencias, pero con ganas de comerme el mundo, de vivirlo todo, de sentirlo todo. Apenas llevaba tres meses en Alemania de Erasmus y este fue el primero de los viajes que hice desde mi base en el bosque de Karlsruhe.

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Ir a descubrir los mercadillos navideños y encontrarte en mitad de esta preciosa ciudad medieval de calles empedradas, custodiada por una ciudadela en la cima de una montaña. Alquilar un coche junto a unos amigos y lanzarse al �a ver que pasa�. Después llegarían muchos otros viajes, alentados por ese ansia desatada de querer ver mundo. Llegaría mi primera visita a Londres, pero también otras tantas por Bélgica, Holanda, República Checa… y muchos otros sitios de Alemania. Mucho más tarde llegaría una visita más larga a Londres… y el resto ya está más o menos descrito en las letras de este blog. Desde muchos puntos de vista, se puede decir que Núremberg fue el comienzo de todo.

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Me encantó Núremberg en esa primera visita, con una mirada que se sorprendía por todo, y me encantó ahora, con otra mirada bordeada por más arrugas y vivencias. Los sitios cambian ante nuestros ojos o somos capaces de verlos de otra manera, de entenderlos a través de nuestra historia, de traernos recuerdos que a muy pocos se pueden explicar, porque las palabras no tienen capacidad suficiente para describir todos los sentidos.

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Y aunque espero volver antes, ojalá pueda volver a hacerlo dentro de otros 10 años, volver a mirar con asombro los mismos puestos cargados de luces y artesanías, caminar entre el olor de las salchichas y guiñar un ojo a mis acompañantes para darnos a entender que si, que hay que ir a por el próximo Glühwein. Y que nieve por favor.

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Por supuesto para mis compañeros de Núremberg. Para la primera hornada: Edu, Txema y Graham y para la segunda: Cris, Antonio y Guille.

Parte del Minubetrip por Alemania con Lufthansa.