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Tras novecientos treinta kilómetros de vida el Ebro no moría en el Mediterráneo de una manera sutil. Su recorrido por la orografía española acaba en una demostración de poderío desparramándose, exhausto, en un asombroso delta de veinte kilómetros a lo largo de la costa. Una metamorfosis de varios millones de años trasladando pacientemente sedimentos desde Pirineos, el Sistema Ibérico y la Cordillera Cantábrica hasta depositarlos en forma de fina arena sobre el Mar. Un recordatorio de la vida funcionando en una diferente escala del tiempo, imperceptible a nuestros sentidos.

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Lo que si veían nuestros ojos era un paisaje en forma de flecha, llano y cosido por caminos y canales atravesando arrozales, salinas y lagunas. Un bello panorama apreciado también por decenas de aves marinas y migratorias que han encontrado en este capricho de la naturaleza su refugio. Los que somos meros aficionados por los espectáculos ornitológicos, es probable que nuestra atención se centre en disfrutar de ese elegante y retorcido espectáculo que son los flamencos, pero para los amantes y conocedores de las aves es una orgía de especies, albergando a más de trescientas aves de las seiscientas registradas en todo Europa. No deberían dejarte entrar sin prismáticos.

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Son precisamente los sedimentos, ese mercado de nutrientes arrastrados durante días los que favorecen ese marco vital, que produce entre otros una enorme cantidad de marisco y atrae a una buena cantidad de vida marina. Es este el capítulo final de un territorio agrupado bajo el nombre de Terres del�Ebre que acompaña al río más caudaloso de la Península Ibérica en sus últimos kilómetros. A su vera, se apostan castillos, fortalezas y pueblos cargados de historia, siguiendo los meandros caprichosos del caudal. Desde la Terra Alta al Baix Ebre se suceden no solo los arrozales, sino los cítricos, la fruta dulce, el aceite de oliva y los vinos.

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Llevaba mucho tiempo queriendo visitar la zona, desde que había visto fotos de algunos fotógrafos que admiro obtener fotos de aves salvajes que parecían traídas de África y todo ese pintoresco encuadre no correspondía con ningún lugar que pudiera imaginarme de España. No fue una visita larga, de hecho más breve de lo que debiera, pero me dejó muy buen regusto con un montón de paisajes, las vistas desde lo alto del Castillo de Miravet, paseos en bicicleta entre colinas, valles y montes, la arquitectura mestiza de Tortosa o la modernista de arcos elípticos que eleva la bodega de Pagos de Híbera a la categoría de Catedral (del vino en este caso).

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Miramos a los ojos a mares inusitadamente bravos, rompiendo contra los acantilados de L�Ametlla del Mar, me acerque por primera vez, vestido como un astronauta, a contemplar la laboriosa arquitectura de las abejas cuando producen miel, pude nadar – si, volví a adentrarme en las aguas casi 7 meses despúes venciendo unos cuantos demonios – junto a atunes de trescientos kilos que surgían de la nada para desaparecer instantes despúes a unas velocidades imposibles, volví a sentir esa calma que te reconcilia con el mundo cortando el mar desde un velero y pude al fin ponerle cara a uno de los rincones que me debía desde hace mucho tiempo.

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He aquí una colección de postales de esos días, de algunos rincones, de algunos momentos.

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Que valgan de inspiración, pero si quieres saber todo los que hice durante esos días con Iker y JAAC y gracias a Minube, no dejes de pasarte por la lista del viaje.

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