(O como odié para acabar volviéndome a enamorar de Venecia, allá por Agosto de 2013. El tiempo es relativo… el publicar a tiempo por lo tanto también, pero no doy abasto con mi vida. Ejem.)

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Odié Venecia. Entendía el magnetismo de los canales por calles, de la historia al pie del agua, pero me resultaba vacía, falsa, insoportable. No me la creía, ni una sola piedra. Una ciudad privada de alma convertido en un parque de atracciones para turistas donde ya hacía tiempo que no vivía nadie.

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El espacio se lo reservaban hoteles, restaurantes, bares, tiendas de souvenires y alguna que otra galería de arte. Un Disneyworld para adultos, inundado de visitantes, entre gondoleros que hacían su agosto al precios de infarto para divertimento de los japoneses y americanos, que sostenían el mundo del remo a base de dólares y yenes reconvertido en euros. Una rentable máquina de hacer dinero.

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No ayudaba tampoco el calor infernal y sofocante de Agosto, que solo encontraba alivio en los puestos de refrescos y bebidas que se consumían en segundos, o en alguna ventanilla del vaporetto, si tenías la suerte de conseguir una en esas barcas reconvertidas en saunas humanas para las que había que hacer colas interminables. El horror se extendía. Todo el mundo había decidido pasar sus vacaciones en Venecia ese día, incluyendo las hordas de los cruceros que inundaban las calles como termitas. En la ciudad no cabía nadie más.

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A quién se le ocurre, diréis. Ir a Venecia en verano. Insensato. Realmente no era mi plan, yo solo había volado a Treviso para estar cerquita de los Dolomitas y darme una buena pateada, pero no iba a dejar pasar la oportunidad de visitar la ciudad. Era mi tercera visita y si, recuerdo la primera como lo hace la mayor parte de la gente con la suya, como algo idílico. Pasando de puente en puente y alucinando con la arquitectura decadente de una ciudad que va siendo devorada por las aguas poco a poco.

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De eso hacía ya unos 15 años y aunque también puede que hubiera hordas de turistas, mi cerebro se ha encargado de olvidarlas. Supongo que ahora he llegado a un punto en que disfruto más de poder dar un paseo tranquilo que de visitar una plaza atiborrada, por mucho San Marcos que sea. Mi desencanto iba aumentando por momentos. ¿Me estaría convirtiendo en un cascarrabias señor Scrooge?

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Mi ceño fruncido y gruñón no podía negar la belleza de la ciudad, sobre todo en los alrededores del Gran Canal, en los caminos a su margen y sobre el Ponte de la Academia o el Ponte di Rialto. El glorioso espíritu de su época dorada se mantenía sobre en sus estructuras, sus formas y en sus vistas anaranjadas por encima de los tejados. Venecia seguía siendo bella, al menos fuera.

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Y es que debe costar mucho acabar con la que fue la ciudad más elegante y refinada del mundo allá por el siglo XVIII. Su escalada había venido propiciada por el comercio, convirtiendo su puerto en todo un referente del Adriático y del Mediterráneo. Por allí entraban en Europa productos traídos de todas partes desde el Imperio Bizantino, al Musulmán, desde la India a China. En el siglo XIII ya era la ciudad más prospera de Europa, convirtiendo en los mercaderes en una nueva clase social, al nivel de la nobleza.

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Siglos de prosperidad, le dieron el aire que respiran sus calles, cuya arquitectura aguanta estoicamente su pasado glorioso aunque muchos se puedan sentir atraídos (como pasa con Oporto o Lisboa) por su cara más gastada, la que evita las lineas rectas en paredes y suelos, la que hace que parezca un milagro que la ciudad siga en pie.

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Al menos se podría decir irónicamente, que con probablemente los cappuccinos más caros del mundo, Venecia mantenía su espíritu de los mercaderes de antaño. La pasta es la pasta (obviando que estamos en Italia). Con cervezas a 8 euros, solo nos quedaba el agua para calmar el horno. Si la ciudad ya estaba desbordada, las papeleras rebosaban de basuras, restos de botellas y latas que se extendían por cada contenedor como de pequeños volcanes en erupción de basura.

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Por eso agradecí tanto cuando Roberto y Eva me avisaron que por azares del espacio tiempo coincidíamos en la ciudad en la misma ventana. �Nosotros ya conocemos Venecia�. �Yo también�. �Huyamos. Salgamos del centro sin mirar atrás�. Alejarse del centro en Venecia es complicado, pues parece que los puestos de máscaras y joyas y los restaurantes se pierden calle tras calle, en ese laberinto de ciudad. Es imposible huir de Disneyworld. Quédate y paga o muere deshidratado. No hay escapatoria posible.

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Pero si, la había, aunque poca gente daría crédito de ella. Alejada en callejones, con los últimos rayos del sol, donde los carteles dejaban de estar en múltiples idiomas para empezar a escuchar, al fin, el italiano. �Ah, pero quedáis italianos en Venecia? Os consideraba extintos.�. Si, y había italianos agradables y encantadores, alejados del paga y sigue mustio sin sonrisa que se instalaba en zona más central y turística.

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Venecia siempre había sido famosa por la amabilidad de su gente. Una ciudad sin carreteras, sin coches llena de calles estrechas y puentes obligaba de manera inconsciente a sus ciudadanos a encontrarse unos con los otros, a dejar el paso y consecuentemente a saludarse cada vez que se encontraban convirtiéndola en un cruce de sonrisas y ayudando a que la gente hablara entre si. Lo mejor de un pueblo en la ciudad.

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�Hace mucho calor para cenar dentro, ¿queréis que os ponga una mesa en la calle?� preguntó el camarero de la osteria a la que habíamos ido a parar. No había ninguna mesa más en toda la calle, pero no pareció importarle, entre un puente, una iglesia y con la brisa de la tarde, no se podía pedir más. Buena comida, precios asequibles y toda la hospitalidad italiana que nos había faltado. Si, otra Venecia existía. Si, había vida italiana en Venecia.

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Dediqué mi segundo día a recorrer esta otra Venecia que todo el mundo obvia y a confirmar que efectivamente había vida de la de verdad, de la de supermercados y niños jugando en la calle, portales donde efectivamente vivía gente, bancos ocupados por locales charlando… No era tan monumental, no tenía caballos de Constantinopla flanqueando las entradas, pero era real.

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Acabé por recomendación expresa de una amiga local, en la zona de Cannaregio, al borde del barrio judío y mi reconciliación con la ciudad fue completa. Sitio en la terrazas, al lado de los canales, perfectos para un prosecco y ver las barcas pasar, o bien ver montar mesitas para cenar sobre las aguas, en barquitos encantadores. No había gondoleros, no había recorridos de grupos turísticos, solo gente, locales, amigos que se juntaban a tomar un vino con la puesta del sol.

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Así si. Con poco y haciendo muestra de una clara bipolaridad, acabé pasando del odio al amor y enamorado una vez más de la ciudad, como hace 15 años, cuando me llevé un recuerdo inmejorable. Ahora me había costado adaptar mis expectativas con la realidad, me había costado encontrar mi sitio y mi zona y supe que no estaba ni en el Gran Canal, ni en los vaporettos, ni en la Piazza de San Marco, ni en la apabullante monumentalidad, sino en poder vivirla. Será que me hago mayor, pero si, ¿nos quedamos y pedimos otra de prosecco, no? Después de todo aún queda algo de luz y la noche no puede ser más agradable. Ah si… y recuérdame no volver nunca en Agosto.

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Para Roberto y Eva, que me salvaron de la deshidratación y además me aguantaron durante la hora mágica.

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