Ya estamos de vuelta. Unos días generando vitamina C al sol, cogiendo un poquito de color y disfrutando de la compañía de casi todos al fresco de las terrazas madrileñas refrescadas con claras cañas (si, soy de claras *^__^*) y todo tipo de tapas. Pero ya habrá tiempo de deleitaros con todos estos maravillosos momentos (boda familiar mediante).

En tanto y mientras desenmaraño el entramado de fotos carentes de un director de orquesta que me he traído de esta semana por los Madriles, os dejaré con el ansias de verme como un pincelito en traje un poco más. Os lo cambio de momento por algún glaciar más de Islandia (otro más para la colección!!).

Ya recibí entre tapa y tapa el feedback de que alguna mente débil se había perdido entre los fáciles y sencillos nombres islandeses y que se sentían atrapados cual día de la marmota viendo los días pasar y los posts de Islandia mantenerse iguales aumentando únicamente de número. Por supuesto y como cabía esperar voy a ignorar con toda la elegancia posible dicha realimentación y yo a lo mío. Total, la mayoría solo veis las fotos, así que ahora que empieza a apretar el calorcillo os refresco psicológicamente un poquito con unos cachitos de hielo. 😉

Seguimos con el cuaderno de bitácora: Dejamos atrás Skaftafell y empezamos a bordear el Vatnajökull por su lado Este.


Abandonamos la idea de atravesar el Leirur para llegar a Ingólfshöfði (una auténtica pena, porque era uno de los sitios de los que más enamorado estaba a traves de las fotografías que había visto además de ser uno de los mejores sitios para ver Frailecillos). De nuevo nos adelantamos a la apertura de temporada (y por tanto del tractor que lo cruza).

La intención era llegar al Jökulsárlón ese mismo día, pero viendo lo bien que íbamos de tiempo y lo que nos estaba cundiendo decidimos perdernos un poco. Parece que aparece una carretera por aquí, Olaf. ¿Carretera? Camino de cabras, diría yo Johansson. ¿Entramos? El mapa indica que hay una especie de laguito. ¿Y por que no?, todavía no nos hemos perdido hoy, además abandonar la carretera incrementa las posibilidades de que el coche se nos quede atascado.

Y bendita la hora que decidimos hacerlo, porque no sólo la carretera fue bastante asequible sino que encontramos un precioso regalo que de otra manera nos habríamos perdido. Fjallsárlón.


Según nos acercábamos nos volvíamos locos en el coche. Una vez más nos habían vuelto a dejar sin palabras y sólo nos salían gritos, sonidos guturales. Esto tenemos que verlo, tenemos que tocarlo, tenemos que sentirlo. Salgamos del coche y gocemos!

En verdad lo gozamos, pero estoy en condiciones de afirmar que es el sitio donde más frío he pasado de toda Islandia. Incluso con el sol, nada nos preparó para el viento helado, gélido que sin ninguna oposición bajaba ladera abajo desde el Vatnajökull helando la sangre al mismísimo Satán si osara pasar por allí.

Tanto era así que nos tirábamos al suelo cada poco, al cobijo de alguna minúscula roca para atrincherarnos y frotarnos las falanges de los dedos, antes de recorrer algunos pocos metros más. El objetivo completamente absurdo, era llegar a la orilla del lago. Se consiguió pero con el esfuerzo extra de romper el viento en contra y a base de hacer el topo en cada agujero que veíamos. 🙂



Fijaos como sería la fuerza del viento, que la pobre Bea (nuestro robot-cyborg de cartón piedar favorito), decidió en un primer momento esperarnos en el coche, pero ante el zarandeo al que estaba sometido entre los fuertes vientos, decidió optar por esperarnos fuera aún a riesgo de volarse emulando a la Dorothy del mago de Oz.


No estuvimos más de 15 minutos fuera, pero nos costó otros 20 y la calefacción a tope del coche el recuperar la sensibilidad táctil y sentir como la sangre congelada volvía a fluir por las manos. La cara os la podreis imaginar. Jejeje! 🙂

¿Mereció la pena? Pues sí. Claro que sí. Mil y una vez sí. Que sitio más increible!!!