(Octubre de 2014, allá en Irán)
Quizás debería haber sucumbido a la tentación y haber dejado esta crónica muda. Solo imágenes áridas de roca desnuda y acerbas dunas, la soberbia belleza del desierto acompañada por su silencio. Sin embargo uno no se adentra en el reino de sal y arena de Kavir sin dejar escapar, aunque sea en susurros, algunas palabras de pleitesía.
(Dale al play si quieres que los sonidos de Maziar te acompañen en la lectura)
El achacoso coche, ese horno ardiente de chapa y ruedas, devoraba kilómetros bajo un sol abrasador. Las ventanillas bajadas no traían consigo el esperado y refrescante alivio, si no que añadían al desapacible clima el ensordecedor ruido del viento y una capa de polvo que se habría de ir espesando según avanzaba la mañana. En el retrovisor, Isfahan menguaba a cada segundo. En una perfecta línea recta a unas horas hacia el horizonte, Garmeh. A ambos lados el paisaje iba siendo invadido por yermos ocres, estériles bronces y varias despistadas cordilleras de costuras afiladas. Dasht-e-Kavir, uno de los dos grandes desiertos de Irán, extendía sus más de setenta y siete mil metros cuadrados hacia el sureste de los Elburz, creando un manto inexpugnable, la tumba de un extinto océano que sucumbió a las altas temperaturas dejando tras de si un cadáver de sal.
Algún poblado tuvo la osadía de adentrarse a la conquista de la nada y lo acabó pagando. A día de hoy los que no sucumbieron a las arenas malviven a la espera de su lento final, decrépitos, envejecidas sus pieles de arcilla sin apenas poder tenerse en pie. Ellos, los últimos supervivientes, apenas ocupan memoria. El resto son los olvidados. Fósiles de muros que recuerdan a huesos desnudos en la intemperie, rendidos al desamparo de una naturaleza tirana. Los jóvenes persas se cansaron de ser pastores en busca de herbajes marchitos y se marcharon. Guardaron los lamentos y abandonaron sus casas maltrechas para probar suerte en las grandes ciudades atraídos por los cantos de sirenas de las oportunidades. Nada queda aquí para casi nadie.
Garmeh, estaba destinada a un futuro mejor. En el reparto de cartas comenzó con mejor mano, bendecida por el comodín del agua. Oculta a la vista pero imposible de mantener en secreto. El vivaracho verde de la hierba lozana, la sombra densa de palmeras apelotonadas y cargadas de dátiles lo revelaban a gritos: Aquí yace la esperanza. Aquí yace la resistencia. Una mancha de color y vida rompiendo la desolada armonía del vacío. Manantiales que nacían bajo las montañas y para los que las manos tallaron canales con los que prosperar y convertirlo en regadíos. Garmeh, el oasis, el desafío. Pero Kavir nunca se rinde, araña centímetro a centímetro los bordes de la vida y se limita a esperar pacientemente a que sean los propios habitantes del oasis los que sientan su victoria como insignificante y caigan en el desánimo.
Casi consiguió completar su plan. La tozudez humana no se amedrenta ante el reto de someter a los páramos más inhóspitos pero no pudo aguantar al irresistible hechizo de las urbes. Esta fortaleza de voluntades construida a partir de sudor y barro cayó en el abandono. Las nuevas generaciones se fueron sin mirar atrás. Dejaron a los más ancianos compartiendo el mismo destino que las desordenadas y frágiles calles de adobo: esperando que el tiempo los derrumbara y pasaran a ser solo un recuerdo hasta que incluso este fallara.
Sin embargo, hubo un hecho inesperado en los cálculos de Kavir. Hubo quién se cansó de la metrópolis. Quién sufrió el desencanto de las avenidas ruidosas, de la opresiva atmósfera de millones de almas en perpetua colisión en busca de un futuro, edificios altos, cemento, asfalto y la ausencia de un horizonte en que perder la mirada. Maziar Aledavood, regresó diez años después de haberse marchado con el único objetivo de sacar Garmeh de su estado terminal, curar sus funestos alifafes y devolverlo a la vida. Habría de afrontar casi inerme la imagen de las luctuosas calles y recuperar la férrea voluntad de los que consideraban que el oasis, a pesar de lo que las despiadadas fuerzas de la naturaleza dictaminaran, era un magnífico lugar para vivir.
Su plan se basaba en esa simple idea: demostrarlo. Dar la posibilidad a todo aquel que quisiera de sentirlo en su propia piel. Atravesar el desierto para encontrarse con la imperturbable calma, la agradable brisa bajo las palmeras y el olor de albaricoques y dátiles. Maziar comenzó la ardua tarea de restaurar las andrajosas casas y convertirlas en un humilde albergue donde hospedar a quién se atreviera a alcanzarlo. No solo lo consiguió sino que con el tiempo el interés saltó de algunos curiosos iraníes, deseosos de escapar de las urbes para reconectar con esta parte de sus historia, a los forasteros que llegaban a un país que empezaba a abrirse tímidamente y que consideraban la visita un desierto una experiencia lo suficientemente exótica como para poder gastar alguno de los días de su viaje en ella. Nosotros éramos de estos últimos.
Sería ofensivo negarlo. El trabajo de recomposición resultaba maravilloso. Los edificios que habían pasado por sus manos habían recuperado el porte y esplendor que se le imaginaba a otra época. Paredes lisas de ladrillo y adobo, cálidas en sus colores pardos, ocres, castaños y canelas, se entrelazaban entre pasillos y patios, decorados los suelos con alfombras, almohadas, cortinas y amplios ventanales por los que se colaba, dichosa, una agradable brisa que curioseaba cada rincón de la casa. Jardines que acogían a hierbas, plantas y flores, balcones y diminutas escaleras con las que encaramarse a las azoteas a contemplar la jungla de palmeras, las montañas protectoras y el resto de edificios que aún mantenían la esperanza de volver a relucir.
El salón central, sobre el que se abría en un enorme tragaluz al cielo, estaba cuidadosamente decorado con jarrones y vasijas irregulares, gigantescas alfombras, esterillas y confortables cojines. Era el punto de encuentro para todos los huéspedes, donde compartir una vaga taza de té, perderse en las páginas de un libro o rasgar tímidamente algunas de las cuerdas de una desvencijada y vetusta guitarra. Fuera, junto a la entrada, un pequeño corral acogía a un camello, varias cabras y unas cuantas gallinas que hacían las veces de recepcionistas.
Maziar debía estar contento, Ateshooni, su proyecto, estaba funcionando bien. Sin embargo, su mirada, sus pequeños pero brillantes ojos azules ocultos entre espesas y canas cejas, transmitían un cansancio infinito. Me costaba traducir los taciturnos gestos de su rostro tras su hirsuta barba y luenga melena, entender lo que sus amables palabras realmente querían decir. Con la llegada de la noche se sentaba, pesado, en el suelo, en uno de los extremos del enorme salón, rodeado de una decena de instrumentos, tambores de cuero y barro, vasijas, ferreñas de latón y un didgeridoo e inundaba la casa de sonidos. Patrones rítmicos que se extendían a lo largo de minutos en los que los huéspedes nos guardábamos casi de respirar, intentando no romper esa especie de trance en que se encontraba.
Así fue nuestro primer día allí: unos pocos huéspedes desperdigados en paseos por los caminos del oasis, con los que cruzarse brevemente entre los pasos de habitaciones para acabar invocados en el salón a cenar abrazados por el runrun constante de los sonidos de Maziar. El segundo día todo cambió. Descubrimos como a nuestro pesar, Garmeh no era una experiencia tan hogareña, cómoda y única como nos habría gustado. El primero de los autobuses lleno de italianos invadieron el albergue y gran parte de la magia se esfumó. El enorme salón menguó dejando de tener huecos para todos y el sonido del italiano -habitualmente de mayores decibelios- se sobrepuso al incomprensible pero elegante persa. Cuando con la caída de la noche Maziar se volvió a sentar en el poco hueco que quedaba, acorralado por sus instrumentos para repetir el mismo ritual musical del día anterior, esta vez bajo decenas de cámaras de foto y vídeo, entonces supe darle, al fin, significado al rostro rendido, a la mirada mustia de esos ojos claros. Ateshooni, su creación le había convertido en un esclavo de su propia prosperidad.
Reconozco el cinismo en mis palabras. Me siento egoísta solo al pronunciarlas, pero sería tramposo negarlas. Molestarse por la presencia de otros turistas, ignorando que nosotros también lo éramos. Sentir que habíamos llegado tarde a una experiencia ya corrompida. No suelo escandalizarme por estas cosas: turistadas he hecho y me temo que seguiré haciendo por decenas en lo que me queda de viajes y vida, pero había cierta ironía en que después de casi dos semanas viajando por Irán prácticamente solos como extranjeros, sintiéndonos descubridores de ese país hermético y perdido, tenía que haber sido precisamente allí, en lo más remoto de un desierto, donde habíamos sido presa de las hordas de los tours.
No es un hecho aislado. La reconquista de los desiertos olvidados ha comenzado. Garmeh ya no es el único fantasma devuelto a la vida para quienes quieran sentir, con la comodidad de la brevedad, la vida en el desierto, Mesr, Khour, Biabanak, Anarak, Haftoman entre otros muchos comienzan a ofrecer oportunidades similares sin, de momento, el altavoz de las páginas de las guías de viaje. Las alcanzarán, denlo por seguro, en este proceso de apertura al mundo que cambiará por completo Irán. Pasarán a ser rincones encontrados. No habrá nada que reprochar.
Pero independientemente de la cantidad de gente que lo pise, Kavir seguirá impertérrito, al acecho, aliado con el tiempo en la espera de su conquista final. Si algo le han enseñado los siglos de guerra en que creció venciendo a océanos, es a ser paciente. Mientras tanto no queda sino admirar a tan indómito adversario, verle respirar en el caminar de sus dunas, contemplar la belleza de sus formas y si tenéis la misma suerte que nosotros, despedirse de sus cálidas y ásperas caricias con la oscuridad, al fuego de una cabaña, junto a una taza de té.
Mas info: Galería de fotos | Ateshooni | Maziar Aledavood
Nota: La parte del desierto de dunas está a aproximadamente 50 kilómetros de Garmeh, es por tanto necesario transporte para llegar allí. Ateshooni puede gestionar un taxista privado (como en nuestro caso) o un tour con el resto de huéspedes.
Hermosa las palabras, hermosos los sonidos, y para las fotografías no encuentro palabras, los desiertos me fascinan pero me producen una sensación abrumadora, la de la naturaleza implacable.
Coincido con tu descripción del desierto. Son bellísimo de ver, pero desde la perspectiva de un visitante que pasa unas horas/días allí. Vivirlo deber ser muy duro, implacable como tu dices.
Me ha encantado el relato, las fotos, los sonidos, tu sinceridad… y la palabra «alifafes». xD
¡Un abrazo, Ignacio!
Jajajaja… ya sabes que voy a intentar colocarte palabros siempre que pueda! 😛 Pensaba que ibas a irte por luctuoso, pero reconozco el poder de alifafes. 😛 Un abrazo!!!
Toda una experiencia la lectura acompañada de la música (hipnótica, que ayuda entender el texto) y las imágenes tan espectaculares del desierto y oasis.
Muchas gracias! Me alegro muchísimo que te haya gustado! 🙂
Has conseguido teletransportarme y hacerme participe de tus sensaciones. Felicidades por este brillante post.
Pues te agradezco mucho tus palabras. Sinceramente. 🙂 Me cuesta mucho escribir aunque le pongo mucho empeño, me alegro mucho que haya merecido la pena. Un abrazo!!!
Este ha sido el mejor relato que he leído en todos estos años que llevó leyendo tu blog y con esa música de fondo fue sencillamente fabuloso. Me encantó.
Ostras! Pues eso es mucho decir!! Mil gracias!!! 🙂