No podemos negar, ni renunciar a nuestras raíces porque son las que nos han dado forma. Las que de manera silenciosa han sentado las bases de quienes somos. Ese es su verdadero poder. Yo tengo muchas. Algunas fuertes, sólidas, redes extensas de kilómetros bajo mi propia superficie. Anclas ante las tormentas. Otras ligeras, suaves, llenas de savia fresca a partir de nuevos estratos. Todas son parte de mí.

Mis primeras raíces están en Torrejón de Ardoz, entonces una ciudad en construcción, llena de retales de España, donde todos asumíamos con normalidad que la vida se ponía en pausa cuando nos sobrevolaban los cazas. Era la vida sin móvil, la de una lista de papel desmenuzado con números de teléfonos apuntados a mano, la de quedamos en la cruz de la Plaza, la de sentarnos en los parques a ver la vida pasara y la de correr para que los yonquis no nos quitaran la paga. Ahí crecí, ahí dudé, ahí aprendí, ahí sentí el desaforado latir del corazón adolescente, ahí reí y ahí lloré la más grande de mis pérdidas. Nunca podré negar Torrejón de Ardoz. Tampoco querría hacerlo.

Hay otras raíces más añejas, que tienen el poder de marcarte solo con rozarte, que te dejan huella a pesar de la brevedad. Son raíces heredadas que han recorrido muchos kilómetros, que han vivido muchas vidas antes de encontrarte. Te abrazan porque abrazan a los tuyos. Mis padres llegaron, como tantos otros de tantas partes, a buscarse la vida en Madrid. Salieron de Béjar, un pueblo de Salamanca, donde sus padres, mis abuelos, hicieron un esfuerzo enorme para que sus hijos tuvieran estudios y poder ganarse la vida lejos del arduo e ingrato campo. Gracias a ese sacrificio estoy pudiendo vivir una vida con la que mis abuelos no pudieron ni soñar. Béjar es tierra de gente recia y dura pero inmensamente noble. Esas raíces llegaron a Torrejón. Ahí se mezclaron con las mías propias.

No siento Béjar como mío, pero indudablemente, es parte de mí. Con el paso del tiempo, mis abuelos ya son solo recuerdos luminosos, estrellas de cariño en el firmamento… pero desde que se fueron, sin ese centro de gravedad que nos unía cada año se acumulan las excusas para abandonar Béjar a la memoria. Las raíces siguen ahí, son nuestro pasado férreo e inamovible, pero las ramas, crecen y se bifurcan. Florecen en otros sitios. Pero inevitablemente llevamos nuestras raíces con nosotros, quizás para tocar levemente y dejar huella en otros. La intrincada selva que es la vida.

Pero no está de más, de vez en cuento hacerle hueco al espacio y a la memoria. Mirar, por muy lejos que este de nuestra realidad, de donde venimos. Voy cada vez menos a Béjar, esa es la verdad. Pero allí está quién soy, en esa tierra en donde ya apenas conozco a nadie ni nadie me conoce, de allí vengo. Ahora las visitas se reducen a las raciones de jeta en el Quijote, a subir al atardecer a la Peña y parar en el camino a ver las vistas de la Sierra sobre Candelario, a dar alguna vuelta por las calles peatonales del centro, a ver los restos de su época gloriosa. A sentir, en definitiva, como fue la vida de mis padres y la de mis abuelos allí. A intentar entender en sus rincones su Béjar como yo entiendo mi Torrejón.

Seguiré volviendo a Béjar, no solo en busca de comprender sino también de avivar en la memoria los recuerdos. Todos juntos y sentados bajo los faldones del brasero, jugando con los primos, los paseos por la Sierra, los encuentros y los abrazos. Esos preciados momentos en que sus raíces se unieron a las nuestras para siempre.

 

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