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La nieve que había caído incesantemente durante la noche cubría toda la isla, una capa de algo más de un metro de grosor, mientras la ciudad acostumbrada a estos menesteres hacía uso de palas y quitanieves para poder moverse hacer vida normal.

El tiempo, indeciso, incapaz de decidirse entre dejar aparecer al sol y volver a cubrirnos en una ventisca no ayudaba a la hora de elegir el que hacer. Optamos por la fe y porque el tiempo se quedaría tranquilo para intentar tomar el teleférico que subiría el monte Moiwa desde donde supuestamente habría unas magníficas vistas de la ciudad.

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Nunca lo llegamos a saber. El inconsistente tiempo, calmado a nuestros ojos, no convencía a los encargados del teleférico, que habían decidido cerrarlo hasta nuevo aviso. Nada a lo que nuestros jóvenes corazones de explorador no pudieran sobreponerse. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. O algo así. Al menos subirá un poco hasta que se quede sin aliento.

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Y allí en mitad de la montaña a ninguna parte, en una pequeña colina sin nombre, apareció de entre la nada un pequeño templo con pequeños destellos dorados, al mismo tiempo que los cielos se cerraban y la niebla y las nieves se cernían sobre nosotros.

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Todo un descubrimiento, que no fue más allá de la mera anécdota, pero que nos hizo sentir en mitad de ninguna parte, en algún lugar olvidado con un templo semienterrado en la nieve, al que habíamos llegado tras días y días de marcha por las montañas, sorteando yetis y tribus de terribles y perversos trolls invernales, escasos de comida y bebida, sin serpas y tiritando de frío para encontrarnos allá ante los ojos del budha de oro y poder preguntarle por el secreto de la felicidad.

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Una regresión en toda regla, vamos.

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Más fotos, llenas de buen karma, aquí.