Tras los kilómetros y los días, el cansancio estaba dejando huella. Y no es que hubiera comenzado en aquel entonces, sino que ya habíamos pasado unos cuantos días dopados de ibuprofeno, pasandose las toses y los gérmenes de unos a otros en nuestra querida furgoneta. Aún así aguantabamos como jabatos lo que nos echaran.

Nos desviamos del camino que habría de llevarnos a Stirling (y a su maratoniana media jornada) para ver las Falls of Dochart, unas pequeñas cataratas escalonas que atraviesan el pueblo de Killin, en la afueras de los Trossachs.

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Actuó de bálsamo reparador el leve bramido del agua, junto al calor del sol, y allí, entre rocas, como lagartijas, unos cuantos de los integrantes se dieron a la meditación más profunda acompasada con ronquidos.

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Otros (otro) en cambio decidieron (decidió) usar el frío y líquido elemento para mantener despiertas las constantes vitales y el resto optó por un punto intermedio entre los abrazos de Morfeo y la vigilia constante.

Es desde luego un pequeño y no excesivamente recóndito lugar, que si bien no es lo más llamativo de Escocia, ciertamente es como admirar y deleitarse en el pequeño detalle, los pequeños trazos de un gran lienzo.

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