Definir a Pedro es muy fácil. Le apasiona todo los que hace (especialmente los viajes), puedes filosofar con él de casi cualquier cosa, es un fanático de los juegos de mesa (aunque aún no se ha atrevido a que le curta el lomo al RISK) y cuenta unos chistes malísimos (de esos que inevitablemente te hacen reir). Nos conocimos en las oficinas de Minube justo antes de cargarme la mochila al hombro y salir de viaje por los mundos. Nuestros intentos de colaboración se quedaron en aquella ocasión postpuestos hasta que los retomamos a mi vuelta. Desde entonces unos cuantos viajes conjuntos, muchas risas, alguna que otra cerveza y ahora este relato ¿ficticio?

Ahí estaba él.

Ahí estaba él. Era su momento. No necesitaba mucho más para ser feliz. Llevaba pensando en ello todo el día, pero nunca se sabe si un acontecimiento inesperado de última hora puede arruinarlo todo. Siempre es así. Da igual lo previsor que haya podido ser, la precaución que haya tomado, el tiempo de preparación� Siempre puede haber algo que lo estropee. Y, lo peor, es que no se puede hacer nada para evitarlo.

�l, por si acaso, había sido especialmente cuidadoso. Lo había preparado a conciencia. Se levantó pensando en ello. De hecho, la realidad es que ya se había acostado con la idea rondándole la cabeza. Tenía que estar allí y tenía que hacerlo. Lo iba a conseguir.

Quizá por eso no había pegado ojo. Quizá por eso dio interminables vueltas en esa dura cama del hostel que le había tocado esta vez. Es posible que, quizá por eso, esta vez, no le importó que a las seis de la mañana los primeros rayos de sol entraran de lleno a través de las cortinas no opacas de la ventana de ese alojamiento anónimo en el que, como tantas veces, las persianas brillan por su ausencia. Quizá por el ansia de poder completar al fin su tarea no echó en falta, anoche, a nadie a su lado compartiendo almohada y, es probable que quizá por eso le dio igual que sus compañeros de habitación (dos viajeros australianos) retozaran a su vera sin ningún tipo de vergüenza en la litera de al lado. Ellos gemían. �l no sentía nada especial. Ellos sudaban. �l, concentrado, sólo pensaba en su objetivo. Ellos, finalmente, durmieron. �l simplemente cerró los ojos un rato.

La tarde anterior había sido distinta. Estaba agotado. Viajar tanto es maravilloso, pero es duro. Ya son, exactamente, 243 días los que transcurrieron desde que agarrara sus dos mochilas (la de los 15 kilos de ropa y la de los casi otros tantos de su equipo fotográfico). Ya había superado con creces el tiempo máximo que se había marcado como límite para volver a casa. Seguía estirando el dinero como se estiran los noodles que se habían convertido en el pan de cada día y como se estiran las ganas de seguir alargando esa experiencia que tanto le estaba marcando.

Le dolía la espalda; los riñones no podían con el peso de tanta lente y la fuerza gravitatoria de ese trípode que, como un péndulo, oscilaba a izquierda y derecha cada vez que emprendía la marcha como si del reloj que tenía en el salón de su casa se tratara. Aquella casa donde apenas ya quedaban historias del pasado, recuerdos de lo que, para él, ya era una vida obsoleta.

Era tanto el cansancio acumulado que se tomó la tarde libre. No recordaba la última. Típico error del viajero. Cuando uno está siempre en un lugar que no es el suyo (al menos, no aún) tiende a querer moverse constantemente, visitarlo todo, salir cuanto antes del alojamiento y regresar lo más tarde posible para poder aprovechar así el máximo tiempo del mundo y descubrir todo aquello que se necesita para sentirse completo. Viajar es un trabajo de 24 horas y requiere constancia y sacrificio.
Aquella tarde libre, la primera en 243 días, sacó su ordenador (afortunadamente, al contrario que su cámara de fotos, aún seguía siendo el original con el que partió de su hogar y no tuvo que pasar por ninguna comisaría para denunciar su robo) y planificó con calma y cautela la operación. Buscó en Internet la información necesaria, investigó, calculó, y dibujó en su cerebro un storyboard mental de cómo sería cada uno de los pasos que daría para llevar a cabo su plan. Esa tarde, de hecho, no escribió nada en su blog. Que para algo era una tarde libre.

Con aquellos primeros rayos de luz que, esta vez, no le molestaron, Ignacio decidió levantarse. Una ducha rápida en los baños compartidos que se encontraban en el exterior de la habitación que compartía con la fogosa pareja de �aussies�, un desayuno ligero pero suficiente en el agradable bar donde apenas había a esas horas algún británico madrugador y un montón de tiempo por delante hasta que llegara la hora de la verdad.

Ya tenía todos los datos necesarios, recopilados la tarde anterior, pero no estuvo de más el hecho de aprovechar la situación: en la mesa del desayuno, un par de periódicos locales con caracteres indescifrables. La curiosidad le hizo abrir el periódico por el final, después de recordar que, en realidad, sería por el principio en una lógica de periódico occidental, y buscar con los ojos, entre tanta maraña de signos, un mapa. Y en el mapa, un dibujo. Un círculo amarillo sobre la silueta de la zona del país en la que se encontraba le hizo sonreír inconscientemente. Una mueca de felicidad acompañó la sensación de saberse ganador y comprobar que, hoy sí, iba a hacer buen tiempo.

El resto del día fue un trámite. Nada que contar hasta más tarde.

Colgó al hombro su mochila y, llegado el momento, salió del hostel con el tiempo necesario para llegar allí a la hora necesaria. A la hora a la que tenía que llegar.

Y ahí estaba él.

Seguía mirando el cielo, preocupado. Seguía temiendo que una ráfaga de aire inesperado se llevara esas nubes amenazantes hacia el lugar inadecuado. Pero parecía que todo iba a salir bien.

Quedaban minutos y todo estaba ya preparado. Había diseñado un cuadrado �mágico�. Un espacio en el que moverse. No había mucha gente alrededor, así que iba a ser fácil. Los últimos le parecieron eternos. Tic-tac. No dejaba de mirar su muñeca izquierda; la misma en la que tenia, atado con una correa de cuero, el reloj que le recuerda todos los días que el tiempo está para gastarlo pero no para perderlo. Eso es para los necios, los inseguros o los derrochadores.

Ya no quedaba nada. Abrió la mochila tirando la cremallera hacia abajo con la seguridad con la que se comienza algo que se domina. Ya estaba allí. Miró una vez más al firmamento y, al fin, vio como el sol, formando un círculo anaranjado perfecto que iluminaba con sus últimos restos un firmamento poblado de nubes guerreras pero, esta vez sí, amigables, empezaba a desaparecer, al oeste, escondiéndose tras el perfil montañoso y puntiagudo que dejaba un paisaje idílico alrededor. El mundo era azul. Miró la hora. Sí. Correcto. Al fin.

Tenía claro como empezar. Luego, sólo quedaba improvisar. El arte es lo que a uno le pide el cuerpo. Y punto.

Abrió el trípode, lo colocó en el que iba a ser su punto de partida y donde, seguramente, concluiría también con el último disparo y se dispuso a comenzar. Agarró con firmeza el cuerpo de su cámara y seleccionó una de sus lentes. On. Manual. Revisión de ISO. Encuadrar. Enfocar. Ajustar. Disparar. Acción.
Tenía delante de sí todo lo que había soñado. Pocas cosas le provocan tanto entusiasmo como esto. Eso es la felicidad. Y es contagiosa. Nada como ver a alguien disfrutando de su pasión y hacerlo de forma tan espontánea.

Ahí estaba él, Ignacio, ante su atardecer.

Era otro atardecer; uno más, sí. Pero no era cualquier cosa. Era su atardecer. Su momento.

Y ahí estaba él.

Zurich 001