9 años antes hubo algo en Nepal que me maravilló. �Algo� es una definición deliberadamente corta. Hubo muchos algos, quizás un todo que de abrumador resultaba indefinible. ¿Fue la gente, el desbordante caos, el maravilloso color, las primeras sonrisas que habrían de acompañarme durante muchos meses por el sudeste asiático? Los pequeños trozos son piezas de un puzzle que no somos capaces de comprender hasta mucho tiempo después, hasta que alejados lo suficiente disponemos de la perspectiva necesaria. Con Nepal he llegado a la conclusión de que tras tantos años el tiempo todavía no me ha llevado a la distancia suficientemente lejana. Soy incapaz de argumentar sólidamente, de enumerar rotundamente el porque de su magnetismo. Me enamoró. Punto. No me preguntes más. No te lo sabré explicar.

De esas, mis primeras semanas por allí, solo me quedó una espinita. Mi ignorancia y mis terribles cálculos en un viaje que empezaba a crecer por encima de lo esperado me hicieron llegar en mala fecha. En Julio, época del monzón. En general el monzón, que identificamos como sinónimo de mal tiempo y no queremos relacionarnos con él por nada del mundo cuando viajamos, no suele ser tan dramático. Sí, es temporada de lluvias, pero eso no se traduce en el Diluvio Universal sino en chaparrones esporádicos de un par de horas durante las cuales la vida se pone en pausa. Sin embargo en las montañas estas lluvias masivas pueden hacer del recorrido algo mucho más extremo.

Atrapada contra las cumbres más altas de la Tierra, incapaces de seguir más allá, las grandes masas de humedad y lluvia quedan prisioneras hasta que se derraman sobre la tierra, a veces durante días seguidos. Los caminos que no se bloquean tienen mucha probabilidad de volverse impracticables por barro, algunos puentes mueren devorados por las crecidas de los ríos, florecen las flores, pero también las sanguijuelas y las anheladas cumbres suelen estar vestidas de nubes. En resumen: no es la mejor época para ir. Ya lo descubrí al cruzar desde Tíbet en 4×4. Las vistas se me negaban, solo durante un pequeño rato pudimos disfrutar del Everest y en Pokhara apenas tuve una pequeña ventana de tiempo para ver los techos del mundo. Casi ningún guía se atreve a subir a la montaña en esas condiciones. Había llegado al país del cielo para no poder verlo. A pesar de todo, a pesar de haberme privado del mayor reclamo del país, mi recuerdo de Nepal fue inmejorable. Me sigue faltando perspectiva.

Pero hete aquí que a veces la vida te da nuevas oportunidades. Muchas veces sin planearlo, de improviso. Un grito del revisor del tren que vuelve a pasar. ¿Subes? No hay mucho margen. Te agarras y saltas. No volví a Nepal tras un largo periodo de reflexión, sino arrollado por una decisión tomada con poco margen. Mis amigos Jose y Javi se marchaban a caminar esas montañas que se me habían negado y me animaban a unirme a la expedición. ¿Como iba a negarme?

Volví a Nepal, sí. Y aunque todo sigue sorprendentemente igual casi 10 años después, hay pequeños detalles que delatan el paso del tiempo, como los smartphones, ahora complemento de gran parte de la población que presa de la fiebre de los selfies ya tienen poco o ningún interés en las cámaras de fotos que antes les permitían verse. No hay en estas palabras ni queja ni reproche. Es este el único cambio significativo en esas calles destartaladas, caóticas, ímprobas ante cascadas de estímulos con que invalidar los sentidos, incapaces de digerir la cantidad de sonidos, colores, olores y movimientos desenfrenados. Pasear por Katmandú sigue siendo la misma experiencia excitante que recordaba. Mil veces caminé por las mismas calles, mil veces volvería a hacerlo, porque cada una está tan atestada de elementos que siempre te dejarás algo por descubrir, algún rincón que se pliega y evita la mirada cual callejón Diagon, retales de épocas pasadas que se entremezclan con el presente más cercano.

Katmandú sigue siempre en pleno desarrollo, en plena construcción. Me temo que esta frase será válida sin importar en que momento leas esto, pues es una ciudad que se autodestruye si no a un ritmo mayor, al menos al mismo al que se construye. A ese estado de desarrollo permanente sin avance aparente se unen además las desgracias propias de una zona que se elevó a las alturas millones de años atrás a fuerza de colisionar dos placas tectónicas. Creó el techo del mundo, si, pero las placas siguen midiendo sus fuerzas y generando a día de hoy devastadores terremotos, el último en 2015. Dejó 9000 muertos, 22.000 heridos y casi 10 millones de personas con necesidad de asistencia humanitaria. En Europa no solemos ser conscientes de lo afortunados que somos de vivir en una zona libre de desastres naturales que no nos obligan a empezar de cero cada pocos años.

Nepal quedó devastado. A las pérdidas de vidas hay que añadir las pérdidas de valores históricos. Pasear hoy por el centro histórico de Katmandú o Patán es hacerlo por un laberinto de ruinas y edificios apuntalados, sobre los que se trabaja con ayuda internacional para salvar, quien sabe si con fortuna o si ya será demasiado tarde. Nada de esto parece ensombrecer el ánimo de los nepalíes, que siguen siendo puro amor, cariño y humildad. No puedo por menos que admirar su coraje ante las adversidades, su aceptación del lugar del mundo que les ha tocado vivir, su hogar al fin y al cabo, con todas sus cosas buenas y algunas (las menos) malas.

Regresé a Nepal, si. Y volví brevemente a Katmandú. Pero esa, la capital, no era mi destino. Me esperaban las montañas, me esperaban más de tres semanas de montañas, de subir hasta los 5600 metros para ver esta vez con calma (si el tiempo lo permitía) al majestuoso Everest. Los Himalayas. Una ruta que habría de llevarnos a cruzar los tres pases altos y atravesar los cuatro valles del Parque Nacional de Sagarmatha (el nombre con el que los Nepalíes conocen al Everest) y poner mi cuerpo serrano, ese que se pasa la mayor parte del tiempo sentado frente al ordenador, un poco al límite.

Ahora, ya en Madrid, me vuelve a faltar perspectiva de lo vivido. Se me amontonan las emociones, me abruman las piezas del puzzle, los picos nevados, los valles infinitos, las primeras luces del alba calentando un mundo gélido y las últimas del día regalando rojos intensos cuando las nubes lo permitían, las risas de los compañeros, las sorpresas tras cada giro del camino, los glaciares, los cielos, las banderas de oraciones repartiendo sus plegarias al viento, el viento, el viento helado encontrando huecos entre los pliegues de la ropa, las subidas verticales sobre rocas a cinco mil metros donde tu cuerpo arde mientras busca oxígeno suficiente para dar el siguiente paso, los pasos, los pasos lo unen todo, los pasos dan la paciencia para conseguir lo imposible, cuando estas agotado y crees que es imposible llegar solo hay que pensar en dar tan solo un paso más y después otro y otro más, nunca minucias más insignificantes que los pasos consiguieron retos tan grandes.

Me falta, insisto, perspectiva. Esa es mi labor ahora, bucear entre las fotos, nadar entre los recuerdos, recapitular lo bueno y lo malo e intentar grabarlo en letras. A eso vamos, a darle forma, a coger el ángulo adecuado para darle el valor que se merece a esta experiencia de la que puedo decir sin temor al error que ha sido de las más especiales de mi vida. Me siento tremendamente agradecido por poder haber vuelto a Nepal. Han pasado más de 9 años desde mi anterior visita, algo me dice que no volverán a pasar tantos antes de la tercera.

Dhanyabad, Nepal.

Debo dar las gracias no solo a mis magníficos compañeros de aventuras: Javi, Jose y Matti por tantos buenos momentos, sino también a todos los que habéis seguido el viaje por alguna de las redes sociales: FB, Twitter y sobre todo Instagram, gracias por veniros conmigo en la mochila. Por último agradecer la confianza a la gente de Sony España por haber añadido a mi pasión un objetivo maravilloso como el 16-35mm f2.8 que he podido probar y disfrutar a semejantes alturas.