Etapa 3: Bhandar (2190 m.) – Sete (2580 m.)

Distancia: 12,2 km
Tiempo estimado: 7 horas.
Desnivel Positivo: 1358 m.
Desnivel Negativo: 966 m.

Descargar ruta GPX (Wikiloc)

(Perfil de la etapa)

 

8 de Octubre de 2018

Lo confieso. Me costó completar esta etapa a pesar de que me las prometía muy felices. Con su primera parte cuesta abajo no vi llegar al señor del mazo hasta que ya fue muy tarde para esquivarlo. Y me arreó de lo lindo. Pero ya llegaremos a ese punto, porque lo cierto es que nos esperaba una etapa bonita, siguiendo la estela de las anteriores, atravesando valles y cruzando ríos.

(Bhandar al amanecer)

Nos marchábamos de Bhandar con pena, alejándonos de una casa que nos había mimado como no nos merecíamos de ninguna manera, tras un desayuno al sol (bendito sol mañanero) y vistas a las montañas que empezaban a surgir tras su pijama de nubes. Abandonábamos la pequeña población para atravesar campos verdes de casas desperdigadas y hasta que comenzamos a bordear la montaña, como hormiguitas, por una curva de nivel.

Quizás este camino acabe desapareciendo en un futuro no muy lejano. Las máquinas habían conseguido abrirse camino entre la densa vegetación y bocetos de carreteras empezaban a aparecer por la zona. Quizás las acabarán, quizás no, quizás las fuerzas despiadadas de la naturaleza acaben sepultando estos intentos de camino entre deslizamientos de tierras y avalanchas de barro. Quién sabe, pero si conseguían mantenerse en pie una vez terminadas serían un gran avance para comunicar los pueblos de la región. Desde un punto meramente egoísta, las carreteras desmerecen el paisaje, pero obviamente por delante del deleite de un grupo de excursionistas están el beneficio que una comunicación fluida pueda traer a la zona.

(Las nuevas carreteras que van dando forma a la región en plena construcción)

Aún así, el fino camino por el que caminábamos cortando la ladera, seguía funcionando en buenas condiciones y la vista desde este balcón era un privilegio. Al otro lado de un valle al que daba forma el río Likhu Khola, la colina estaba totalmente tomada por las terrazas escalonadas, monumento vivo a los agricultures nepalíes. Quizás la imaginación le de forma como si fueran decenas de terrazas pero la realidad era mucho más apabullante y las líneas se contaban por centenares. Ríase usted de la fama de Sapa en Vietnam, aquí, los nepalíes habían doblegado a la montaña a sus designios.

También nos encontramos con algunos escolares cruzando en sentido contrario. Algo que siempre me fascina quizás porque en este mundo nuestro doy la educación por supuesta, pero me maravilla y aprecio el esfuerzo que se hace en estas comunidades remotas por acceder a un colegio. Los niños caminan kilómetros para tener acceso a una clases que no solo les ayuden en su vida sino que les formen como personas. La educación es la única manera, es el único futuro. Me emociona mucho ver estos sacrificios que traduzco como orgullo honesto y humilde de quienes sin apenas nada luchan por un futuro mejor para los suyos. Aunque quizás esos niños desgarbados corriendo por la montaña para no llegar tarde a clase aún no lo supieran.

Llegaba el momento de comenzar a descender hasta alcanzar el río Likhu Khola y el río. Se perdía el verde por marrón arena y barro mientras el camino discurría junto al torrente que rugía con un fuerte caudal. Dos puentes colgantes era todo lo que había para cruzarlos y una vez atravesado el primero, junto al arrullo del agua y la sombra de los árboles nos paramos para nuestro primer milk tea de la jornada.

Otra de las cosas que descubres en estos sitios remotos es que cualquier cosa que puedas llevar es útil, para quienes carentes de casi todo agradecen lo que sea. En esos días yo repartí gasas, tiritas y pastillas para el dolor de cabeza, mientras que Mattia, en calidad de médico real, aprovechaba para ayudar, regalar medicinas de su botiquín y hacer algo parecido a una consulta médica a quienes nos encontrábamos por el camino y preguntaban que si teníamos alguna medicina que pudiéramos dejarles.

Poco más adelante, remontando el curso del río se encontraba la Kinja, el más importante de los pueblos de la zona y de esa parte del valle de Likhu Khola. De hecho basta con adentrarse en él para ver que dispone de bastantes alojamientos y restaurantes. �Bastante� para la media de la zona, tampoco nos volvamos locos. Con una media de paso de unos 30 turistas al día durante los únicos cuatro meses de temporada alta, se podía deducir que los alojamientos se limitaban a unos carteles colgados en las puertas de las casas particulares que ya harían hueco si el viajero lo necesitaba.

(Seguimos encontrando el famoso queso de Yak de la zona)

Kinja se suele usar como base para conocer la zona y para subir a los 4065 metros del Pikey Peak, desde donde si el día lo permite se pueden ver ya gran parte de la cordillera del Himalaya, abarcando desde Los Annapurnas hasta el Kanchenjunga ya en la frontera con Nepal y obviamente buenas vistas del Everest. Pero esto habría añadido más días que tampoco teníamos. Una vez hubieron chequeado nuestra documentación para asegurarse que llevábamos todos los permisos en orden dejamos Kinja atrás y comenzábamos una subida tremenbunda, constante y de casi 2000 metros de desnivel que habría de acabar en el paso de Lamjura La a 3530 m. No entraba en el plan completarlos en esta jornada. Nos conformamos con �solo� mil, lo justo para llegar a lanzar nuestros huesos en Sete. No se como os imagináis 1000 metros en forma de escalones de piedra pero se me ocurre alguna comparación. Era como subir hasta la última planta del Burj Khalifa a pie y con la mochila. Ahí no había medias tintas, ni cuestas suaves, ni pendientes disimuladas. Nada de eso. Machaque constate para el que quizás aún no estaba preparado.

(El recorrido de la jornada a medio camino hasta Sete. Bhandar está detrás es la colina, no se llega a ver pero si se puede ver el recorrido y como de divertida estaba siendo la subidita)

Tuve que hacer varias paradas, sin resuello, sin otra cosa que hacer que sentarme en el suelo a ver el mundo pasar mientras hacía tiempo para poder volver a respirar. Primero, junto a una casa de piedra cuyo dueño me miraba divertido. Segundo junto a un colegio (¡un colegio! ¡¡en mitad de esa pendiente!!) cuyos niños apenas se fijaron en ese extranjero que se deshacía sin fuerzas en un charco de sudor en el calor de la subida. En aquel momento pensé, en plena pájara, que quizás esta ruta me iba a costar mucho más de lo que yo pensaba en un principio y por primera vez dude, dudé mucho. Dudé de mí, de mi carga, de mi tesón.

Seguí, claro que seguí. La tercera parada la hice ya sin ánimo, ni moral, obligado por un cielo gris y una lluvia que amenazaba con añadir a mis maltrechas fuerzas el deshonor de acabar calado hasta los huesos. Paré junto a una pequeña casa con algo de urgencia ante las gotas, pero con la poca agilidad que me daba mi lamentable situación. Estaba poniéndome el chubasquero y cubriendo la mochila cuando la señora de la casa abrió la ventana. Pensé que estaba molestando o que quizás le estaba incomodando mi presencia bajo el pequeño tejado, pero se apresuró a desmentirme y me invitó a pasar a casa mientras durara el chaparrón.

El chaparrón no acabo siendo tanto, pero yo si acabé compartiendo un nuevo té con la señora y su hijo, que me miraba con los ojos como platos, al calor de un fuego que también entibió un poco más la moral. Apenas pudimos comunicarnos salvo por gestos, pero fue suficiente para que me arrancaran la sonrisa que necesitaba para hacer de tripas corazón, despedirme, cargar la mochila y completar el último tramo hasta Sete donde mis compañeros que a estas alturas gozaban de mejor forma física que yo, ya llevaban una hora relajándose en el lodge, uno de los dos que había en ese pueblo compuesto tan solo de un par de casas mal tiradas junto al camino. Daba igual. Había llegado y necesitaba tumbarme a recuperar, comer y agradecer que ni las piernas ni el resto del cuerpo hubieran dicho basta.

La vida una vez llegado al lodge se resumía rápidamente: Lavar la ropa, tenderla y destenderla según caía la lluvia, una ducha rápida de agua fría que dolió pero que despertó los músculos y pasar el resto de la tarde sentado junto a la ventana, sin mucho más que hacer en ese pueblo perdido que escribir el diario de viajes, leer y escuchar como la lluvia se tornaba en granizo mientras confiaba en que al día siguiente habría recuperado lo suficiente como para completar los otros mil metros de desnivel restantes.

Más info: Como organizar el trek al Campamento Base del Everest

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